LITERATURA SELECCIÓN - TEXTOS S-VIII
Ignacio
de Luzán: La Poética (1737)
A esto se reduce el célebre Arte nuevo de Lope de Vega, que
ha servido y sirve de pauta a nuestros poetas cómicos y a nuestro teatro. No ha sido ni
es mi intento escribir una poética ajustada
a este Arte; sino conforme al que nos dejaron Aristóteles y
Horacio y siguieron después, y siguen todas las naciones cultas en la teórica y en la
práctica, y que han procurado introducir y promover en nuestro teatro muchos doctísimos
españoles, con los cuales quiero más errar, que acertar con el vulgo. No me detendré
en examinar más menudamente este Arte de Lope, ni en cotejar una a una sus reglas con las de
Aristóteles y de otros que voy a proponer y explicar. Ellas mismas se distinguen con tan evidente
diferencia, que será bien ciego, o muy apasionado, el que no conozca y confiese la solidez, la
racionalidad, la congruencia, y simetría con que arreglaron los antiguos sus principios; y la
irregularidad y extravagancia de los que
han seguido ciegamente el vulgo en nuestros teatros. Libre
será a cualquier poeta componer sus comedias según el sistema que más se acomodare a su
discurso, a su capricho, o al paladar del vulgo; pero en todos tiempos habrá entendimientos
instruidos y superiores al vulgo, que harán justicia a lo que se funda en razón, y no lo confundirán con lo que merece desprecio.
(Libro III, capítulo I)
Con acuerdo hemos asignado breves y cortas composiciones a
la sola utilidad y al solo deleite, dejando y separando las grandes de la poesía épica y
dramática para la unión y el compuesto de lo útil y lo deleitable. Porque como nuestra naturaleza es,
por decirlo así, feble y enfermiza, y nuestro gusto descontentadizo, están igualmente expuestos a
fastidiarse de la utilidad o estragarse por el deleite. Y así el discreto y prudente
poeta no debe ni ser cansado por ser
muy útil, ni ser dañoso por ser muy dulce: de lo primero se
ofende el gusto, de lo segundo la razón. Un poema épico, una tragedia o una comedia, en
quien ni a la utilidad sazone el deleite, ni al deleite temple y modere la utilidad, o serán
infructuosos por lo que les falta, o serán nocivos por lo que les sobra: pues sólo del feliz maridaje de la
utilidad con el deleite nacen, como hijos legítimos, los maravillosos efectos que, en las costumbres
y en los ánimos, produce la perfecta poesía.
(Libro I, capítulo XI)
Podemos también considerar otra no pequeña utilidad de la
poesía, en cuanto instruye en todo género de artes y ciencias, directa o indirectamente. El
poeta puede y debe, siempre que tenga ocasión oportuna, instruir sus lectores, ya en la
moral, con máximas y sentencias graves, que siembra en sus versos; ya en la política, con los
discursos de un ministro en una tragedia; ya en la milicia, con los razonamientos de un capitán en un poema
épico; ya en la economía, con los avisos de un padre de familia en una comedia. Con la
ocasión de referir algún viaje podrá enseñar con claridad y deleite la geografía de un país, la
topografía y demarcación de un lugar, el curso de un río, el clima de una provincia; y, finalmente, en otras
ocasiones, podrá de paso enseñar muchas cosas en todo género de artes y ciencias, como
hicieron los buenos poetas.
(Libro II, cap. III)
***
Tomás de Iriarte: Fábulas literarias
Esta fabulilla,
salga bien o mal,
me ha ocurrido ahora
por casualidad.
Cerca de unos prados
que hay en mi lugar,
pasaba un borrico
por casualidad.
Una flauta en ellos
halló, que un zagal
se dejó olvidada
por casualidad.
Acercose a olerla
el dicho animal;
y dio un resoplido
por casualidad.
En la flauta el aire
se hubo de colar,
y sonó la flauta
por casualidad.
¡Oh! dijo el
borrico:
¡Qué bien sé tocar!
¿Y dirán que es mala
la música asnal?
Sin reglas del arte
borriquitos hay,
que una vez aciertan
por casualidad.
Sin reglas del arte, el que en algo acierta es por
casualidad.
***
Diego
de Torres Villarroel, Vida (1743)
Nuestra raza no es más que una; todos derivamos de Adán. El
árbol más copetudo tiene muchos pedazos en las zapaterías, algunos zoquetes en las cardas y
muchos estillones y mendrugos en las
horcas y los tablados, y al revés, el tronco más rudo tiene
muchas estatuas en los troncos, algunos oráculos en los tribunales y muchas imágenes en los
templos. Yo tengo de todo y en todas partes,
como todos los demás hombres y tengo el consuelo y la
vanidad de que no siendo hidalgo ni caballero, sino villanchón redondo, según se reconoce por
los cuatro costados que he descosido al
sayo de mi alcurnia, hasta ahora ni me a desamparado la
estimación, ni me ha hecho dengues ni gestos la honra, ni me han escupido a la cara ni al
nacimiento los que reparten en el mundo los
honores, las abundancias y las fortunas. [...] Todos hemos
sido hombres ruines, pero hombres de bien, y hemos ganado la vida con oficios decentes, limpios
de hurtos, petardos y picardías.
***
José
Francisco de Isla: Fray Gerundio de Campazas (1758)
Aún no sabía leer ni escribir y ya sabía predicar; porque
como pasaban por la casa de sus padres tantos frailes, especialmente cuesteros, verederos,
predicadores sabatinos, y aquellos que en tiempo de Cuaresma y Adviento iban a predicar a los mercados de
los lugares circunvecinos; y éstos, unas veces rogados por el tío Antón Zotes y por su buena mujer
Catanla, otras (y eran las más) sin
esperar a que se lo rogasen, sobremesa sacaban sus
papelones y, ni más ni menos que si estuvieran en el púlpito, leían en tono alto, sonoro y concionatorio
lo que llevaban prevenido; el niño Gerundio tenía gran gusto en oírlos, y después en
remedarlos, tomando de memoria los mayores disparates que los oía, que no parece sino que éstos se le
quedaban mejor; y si por milagro los oía alguna cosa buena, no había forma de aprenderla.
***
Benito
de Feijoo, Teatro crítico universal (1726-1740)
Tan lejos voy de comunicar especies perniciosas al público,
que mi designio en esta obra es desengañarle de muchas que, por estar admitidas como verdaderas,
le son perjudiciales, y no sería
razón, cuando puede ser universal el provecho, que no
alcanzare a todos el desengaño.
[…]
Aquella mal entendida máxima de que Dios se explica en la
voz del pueblo, autorizó la plebe para tiranizar el buen juicio, y erigió en ella una
potestad tribunicia, capaz de oprimir la nobleza literaria. Es éste un error de donde nacen infinitos;
porque asentada la conclusión de que la multitud sea regla de la verdad, todos los desaciertos del
vulgo se veneran como inspiraciones del Cielo.
Tan lejos voy de comunicar especies perniciosas al público,
que mi designio en esta obra es desengañarle de muchas que, por estar admitidas como
verdaderas, le son perjudiciales, y no sería
razón, cuando puede ser universal el provecho, que no
alcanzare a todos el desengaño.
[…]
Aquella mal entendida máxima de que Dios se explica en la
voz del pueblo, autorizó la plebe para tiranizar el buen juicio, y erigió en ella una
potestad tribunicia, capaz de oprimir la nobleza literaria. Es éste un error de donde nacen infinitos;
porque asentada la conclusión de que la multitud sea regla de la verdad, todos los desaciertos del
vulgo se veneran como inspiraciones del Cielo.
De la propiedad del idioma se debe distinguir la propiedad
del estilo; porque ésta dentro del mismo Idioma admite más, y menos, según la habilidad, y
genio del que habla, o escribe.
Consiste la propiedad del estilo en usar de las locuciones
más naturales, y más inmediatamente representativas de los objetos. En esta
parte, si se hace el cotejo entre escritores modernos, no puedo negar que por lo común hacen
ventaja los franceses a los españoles.
En aquéllos se observa más naturalidad; en éstos más
afectación.
[…]
Resplandece en sus obras aquella gala nativa, única hermosura, conque el estilo
hechiza al entendimiento. Son sus escritos como jardines, donde las flores espontáneamente
nacen; no como lienzos, donde estudiosamente se pintan. En los Españoles, picados de
cultura, dio en reinar de algún tiempo a esta parte una afectación pueril de tropos retóricos, por
la mayor parte vulgares, una
multiplicación de epítetos sinónimos, una colocación
violenta de voces pomposas, que hacen el estilo, no gloriosamente majestuoso, sí
asquerosamente entumecido. A que añaden muchos una temeraria introducción de voces, ya Latinas, ya
Francesas, que debieran ser descaminadas como contrabando del idioma, o idioma de
contrabando en estos Reinos.
Ciertamente en España son pocos los que distinguen el
estilo sublime del afectado, y muchos los que confunden uno con otro.
No nacen, pues, del idioma Español la impropiedad, o
afectación de algunos de nuestros compatriotas, sí de falta de conocimiento del mismo idioma,
o defecto de genio, o corrupción de gusto
***
José
de Cadalso, Cartas marruecas (1789)
La predilección con que se suele hablar de todas las cosas
antiguas, sin distinción de crítica, es menos efecto de amor hacia ellas que de odio a nuestros
contemporáneos. Cualquiera virtud de nuestros coetáneos nos ofende porque la miramos como un
fuerte argumento contra nuestros defectos
[…]
Es tan ciega y tan absurda esta indiscreta pasión a la
antigüedad, que un amigo mío, bastante gracioso por cierto, hizo una exquisita burla de uno de los
que adolecen de esta enfermedad.
Enseñóle un soneto de los más hermosos de Hernando de
Herrera, diciéndole que lo acababa de componer un condiscípulo suyo. Arrojólo al suelo el
imparcial crítico, diciéndole que no se podía
leer de puro flojo e insípido. De allí a pocos días,
compuso el mismo muchacho una octava, insulsa si las hay, y se la llevó al oráculo, diciendo que había
hallado aquella composición en un manuscrito
de letra de la monja de Méjico. Al oírlo, exclamó el otro
diciendo: -Esto sí que es poesía, invención, lenguaje, armonía, dulzura, fluidez, elegancia, elevación
-y tantas cosas más que se me olvidaron-;
pero no a mi sobrino, que se quedó con ellas de memoria, y
cuando oye se lee alguna infelicidad del siglo pasado delante de un apasionado de aquella era,
siempre exclama con increíble entusiasmo irónico: -¡Esto sí que es invención, poesía, lenguaje,
armonía, dulzura, fluidez, elegancia, elevación!
(Carta XLIV)
Conocerás que aunque sea hombre bueno será mal ciudadano; y
que el ser buen ciudadano es una verdadera obligación de las que contrae el hombre al
entrar en la república, si quiere que ésta le
estime, y aun más si quiere que no lo mire como a extraño.
El patriotismo es de los entusiasmos más nobles que se han conocido para llevar al hombre a
despreciar y emprender cosas grandes, y
para conservar los estados.
(Carta LXX)
En el imperio de Marruecos todos somos igualmente
despreciables en el concepto del emperador y despreciados en el de la plebe, siendo muy
accidental la distinción de uno o otro individuo para él mismo, y de ninguna esperanza para sus
hijos; pero en Europa son varias las clases de vasallos en el dominio de cada monarca.
La primera consta de hombres que poseen inmensas riquezas
de sus padres y dejan por el mismo motivo a sus hijos considerables bienes. Ciertos empleos
se dan a éstos solos, y gozan con más inmediación el favor del soberano. A esta
jerarquía sigue otra de nobles menos condecorados y poderosos. Su mucho número llena los empleos
de las tropas, armadas, tribunales, magistraturas y otros, que en el gobierno monárquico no
suelen darse a los plebeyos, sino por algún mérito sobresaliente.
Entre nosotros, siendo todos iguales, y poco duraderas las
dignidades y posesiones, no se necesita diferencia en el modo de criar los hijos; pero en
Europa la educación de la juventud debe
mirarse como objeto de la primera importancia. El que nace
en la ínfima clase de las tres, y que ha de pasar su vida en ella, no necesita estudios, sino
saber el oficio de su padre en los términos en
que se lo ve ejercer. El de la segunda ya necesita otra
educación para desempeñar los empleos que ha de ocupar con el tiempo. Los de la primera se ven
precisados a esto mismo con más fuerte
obligación, porque a los 25 años, o antes, han de gobernar
sus estados, que son muy vastos, disponer de inmensas rentas, mandar cuerpos militares,
concurrir con los embajadores, frecuentar el
palacio y ser el dechado de los de la segunda clase.
(Carta VII)
¿Sabes tú lo que es un verdadero sabio escolástico? No digo
de aquellos que, siguiendo por carrera o razón de estado el método común, se instruyen
plenamente a sus solas de las verdaderas
ciencias positivas, estudian a Newtón en su cuarto y
explican a Aristóteles en su cátedra -de los cuales hay muchos en España-, sino de los que creen en su
fuero interno que es desatino físico y
ateísmo puro todo lo que ellos mismos no enseñan a sus
discípulos y no aprendieron de sus maestros. Pues mira, hazte cuenta que vas a oírle hablar.
Figúrate antes que ves un hombre muy seco, muy alto, muy lleno de tabaco, muy cargado de
anteojos, muy incapaz de bajar la cabeza ni saludar a alma viviente, y muy adornado de otros requisitos
semejantes. Ésta es la pintura que Nuño me hizo de ellos, y que yo verifiqué ser muy conforme al
original cuando anduve por sus universidades.
(Carta LXXVIII)
***
Juan
Meléndez Valdés: “El lunarcito”
La noche y el día,
¿qué tienen de igual?
¿De dónde, donosa,
el lindo lunar
que sobre tu seno
se vino a posar?
¿Cómo, di, la nieve
lleva mancha tal?
La noche y el día,
¿qué tienen de igual?
¿Qué tienen las sombras
con la claridad,
ni un oscuro punto
con la alba canal
que un val de azucenas
hiende por mitad?
La noche y el día,
¿qué tienen de igual?
Premiando sus hojas,
el ciego rapaz
por juego un granate
fue entre ellas a echar;
mirolo y riose,
y dijo vivaz:
«La noche y el día,
¿qué tienen de igual?»
En él sus saetas
se puso a probar,
mas nunca lo hallara
su punta fatal.
Y diz que picado,
se le oyó gritar:
«La noche y el día,
¿qué tienen de igual?»
Entonces su madre
la parda señal
por término puso
de gracia y beldad,
do clama el deseo
al verse estrellar:
«La noche y el día,
¿qué tienen de igual?»
Estréllase, y mira,
y torna a mirar,
mientra el pensamiento
mil vueltas le da,
iluso, perdido,
ansiando encontrar,
la noche y el día
¿qué tienen de igual?
Cuando tú lo cubres
de un albo cendal,
por sus leves hilos
se pugna escapar.
¡Señuelo del gusto!
¡dulcísimo imán!
La noche y el día,
¿qué tienen de igual?
Turgente tu seno
se ve palpitar,
y a su blando impulso
él viene y él va;
diciéndome mudo
con cada compás:
«La noche y el día,
¿qué tienen de igual?»
Semeja una rosa
que en medio el cristal
de un limpio arroyuelo
meciéndose está,
clamando yo al verle
subir y bajar:
«La noche y el día,
¿qué tienen de igual?»
¡Mi bien!, si alcanzases
la llaga mortal
que tu lunarcito
me pudo causar,
no así preguntaras,
burlando mi mal:
«La noche y el día,
¿qué tienen de igual?
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