TEMA 3.
LA RESTAURACIÓN BORBÓNICA. EL SISTEMA CANOVISTA
Y LA CRISIS FINISECULAR (1875-1902)
I EL SISTEMA CANOVISTA
I.1 Orígenes de la Restauración.
El golpe de Pavía, en enero de 1874, disolvió las Cortes
republicanas y dio paso a un gobierno, presidido por Serrano y dominado por los
viejos políticos, progresistas, moderados y radicales, entre los que estaban figuras como
Martos y Sagasta.
Aunque formalmente el régimen republicano siguió en vigor
un año todavía, hasta el pronunciamiento de Martínez Campos en Sagunto, la
acción de Pavía liquidó, sin apenas oposición, una república que había nacido once
meses antes entre el entusiasmo y el alivio por la marcha del rey Amadeo.
El año de 1874 es un periodo de transición en la historia
contemporánea de España. El régimen político vigente se movía entre dos
alternativas: una consistía en consolidar un régimen de carácter republicano unitario,
bajo la dirección de Serrano,
que permitiera recuperar, desde posiciones moderadas, los
principios de la revolución de 1868. La otra posibilidad era preparar la restauración
de la Monarquía en la dinastía borbónica, proyecto auspiciado por los alfonsinos de
Cánovas del Castillo desde varios
años antes y que fue la alternativa triunfante.
La preparación de la restauración monárquica en la persona
del príncipe Alfonso de Borbón se aceleró a finales de 1874. Las élites
económicas, sobre todo las vinculadas al mercado colonial cubano, apoyaron sin reservas el
retorno de la dinastía borbónica.
También lo hicieron los sectores más poderosos de la
sociedad peninsular: latifundistas, industriales, banqueros, navieros, etc. Y una buena parte
de los generales (Gutiérrez de la Concha, Martínez Campos, Jovellar, Primo de Rivera).
La cobertura ideológica y doctrinal la logró Cánovas con la
difusión del Manifiesto de Sandhurst, que apelaba a la necesidad de
restaurar una monarquía hereditaria y constitucional, acorde con la tradición
histórica española. El ejército hizo lo restante, poniendo final al régimen de Serrano, mediante
un pronunciamiento,
dirigido desde Sagunto por el general Martínez Campos.
Comenzaba así el largo proceso de la Restauración.
I.2 La Constitución de 1876.
El mecanismo político-institucional canovista tuvo su
formulación legal en una nueva Constitución, aprobada en 1876. Unos meses antes,
Cánovas convocó una reunión de más de quinientos políticos destacados de
diversas tendencias conservadoras y liberales para que colaboraran en la elaboración de unas
bases comunes mínimas para la nueva Constitución. El anteproyecto del texto fue
preparado por una comisión presidida por Alonso Martínez, aunque el verdadero
inspirador de esta Constitución fue Cánovas, cuyas características más importantes fueron:
- Afirmación del principio de soberanía compartida por el
rey y las Cortes. Esto significa marginar el concepto de soberanía nacional y
volver al moderantismo. Como señalan Solé Tura y E. Aja, los conceptos de constitución
interna y soberanía compartida por el rey y las Cortes suprimían la base de las
conquistas democráticas de
1869. Pero para evitar que la nueva monarquía tuviera menor
legitimidad que los regímenes anteriores, Cánovas aceptó que las primera
elecciones se realizaran por sufragio universal masculino, a sabiendas que los controles
aseguraban el triunfo gubernamental.
- Establecimiento de unas Cortes bicamerales, compuestas
por el Congreso de los Diputados y el Senado. El Congreso está formado por los
representantes nombrados a razón de uno cada cincuenta mil habitantes, durante cinco
años y en virtud de sufragio
censitario, el cual no está establecido en la Constitución,
sino en la futura ley electoral. El Senado, cuya composición fue muy discutida, está
integrado por varios tipos de senadores: por derecho propio (herederos del rey, grandes
de España, altos cargos del
ejército, la Iglesia y la Administración, etc.); senadores
nombrados por el rey, que son vitalicios, como los anteriores, sin que entre ambas
categorías puedan ser más de 180, es decir el cincuenta por ciento del total; finalmente,
senadores elegidos por las
corporaciones y los mayores contribuyentes. Estos últimos
requieren, además, unas condiciones económicas importantes o el ejercicio de
ciertos cargos políticos con anterioridad.
Así, el Senado quedó bajo el control de los grupos sociales
y económicos minoritarios y poderosos (aristócratas, latifundistas,
generales, obispos y ricos hombres de negocios).
- Ampliación de las atribuciones de la Corona, que mantiene
el poder ejecutivo en toda la extensión de la tradición moderada y aún la
acrecienta en relación a la dirección del ejército, participa en la función legislativa
a través de la sanción y la promulgación de las leyes y ejerce todos los demás poderes
tradicionales: designa al
jefe de gobierno, veta la aprobación de leyes, nombra
senadores, disuelve las Cortes y otorga indultos.
- Reconocimiento de derechos y libertades individuales
fundamentales; con matices: hasta 1881 perdura la distinción entre partidos
legales e ilegales (todos aquellos que no aceptan expresamente la monarquía quedan
excluidos de la vida
política). La ley de imprenta de 1879; la de reuniones de
1880; la reforma del Código penal, las leyes sobre administración provincial y
municipal sirven al mismo objetivo de restringir las libertades y facilitar el control del
gobierno sobre las actividades públicas.
Hasta 1887 no se regula el derecho de asociación previsto
por la Constitución, de modo que durante todos esos años los trabajadores vieron
prohibido el teórico derecho a asociarse.
- Reconocimiento de la religión católica como oficial del
Estado, aunque reconoce la libertad religiosa a los ciudadanos.
-Desaparición del sufragio universal masculino, conseguido
en 1869.
La constitución no lo prohíbe, pero tampoco lo establece, de
modo que hasta 1890 las elecciones se realizaron por sufragio censitario.
I.3 El turno de partidos.
La práctica del turnismo fue uno de los rasgos esenciales
del régimen de la Restauración. El Partido Conservador y el Partido Liberal
deberían alternarse en el poder con los siguientes objetivos:
Evitar que uno de los partidos monopolizara el poder, al
tiempo que el partido excluido se viera en la tentación de recurrir a los
pronunciamientos militares, de tanta tradición en la España Isabelina. El segundo objetivo,
derivado del primero, era
asegurar la estabilidad del sistema político y evitar que
los partidos ajenos al régimen – republicanos y carlistas- pudieran hacerse con el poder. En
tercer lugar, se perseguía mantener el orden socioeconómico en manos de las clases
conservadoras dominantes.
Los partidos Conservador y Liberal poseían una mínima
estructura organizativa.
Eran partidos de notables. Casi todas las actividades
políticas se realizaban a torno a los círculos.
La procedencia de los hombres que se dedicaban a la
política profesional era diversa, pero abundaban los abogados (Cánovas, Alonso
Martínez, Gamazo, Maura), profesores de prestigio (Moret, Posada Herrera, Azcárate,
Salmerón), terratenientes
(Pidal y Mon, Romanones), banqueros (Fernández Villaverde)
y con intereses cubanos (Romero Robledo, yerno de Julián Zulueta, entre otros).
El Partido Liberal Fusionista fue creado en 1880, agrupando
diversas tendencias dispersas del liberalismo democrático, liderado por
Práxedes Mateo Sagasta, que aceptaba el retorno de los Borbones. Fue un partido
heterogéneo, una jaula de grillos,
formado por diversos sectores encabezados por figuras
relevantes, entre quienes destacan Gamazo, Alonso Martínez, Martínez Campos, Posada
Herrera, Segismundo Moret y Montero Ríos, entre otros, aunque ninguno de ellos
estuvo en condiciones de
disputar la jefatura del partido a Sagasta.
El Partido Conservador, por su parte, estaba dirigido por
Antonio Cánovas del Castillo y aunque contaba con mayor cohesión, también
fueron surgiendo tendencias, sobre todo tras la muerte de su fundador; Francisco
Silvela, Romero Robledo y
Alejandro Pidal encabezaron las más acusadas.
Se trataba, como se ha indicado, de partidos de notables,
conglomerados compuestos de varias tendencias formadas alrededor de los
líderes importantes. El transfuguismo fue muy habitual: Posada Herrera, Romero
Robledo y Martínez Campos,
por ejemplo, bailaron de un partido a otro.
I.4 La práctica política: corrupción electoral y
caciquismo.
El supuesto Pacto de El Pardo, a la muerte de Alfonso XII
(1885)
institucionalizó el sistema de rotación en el poder, que
seguía los siguientes pasos:
cuando el partido en el poder se veía sometido a tensiones
internas de sus distintas tendencias, el rey llamaba a gobernar al otro partido; de
modo simultáneo, otorgaba al presidente del nuevo Consejo de Ministros el decreto de
disolución de las Cortes, se preparaban nuevas elecciones que, manipuladas
convenientemente, daban la victoria al gobierno y una representación suficiente a la oposición.
Este falseamiento electoral, mediante diversos mecanismos –encasillado y pucherazo- era
clave en el funcionamiento del sistema.
Incluso con la implantación del sufragio universal
masculino (1890) la manipulación electoral, la fabricación de las Cortes y el
turno pacífico se vieron inalterados. La manipulación política era posible por la
existencia del caciquismo. El caciquismo tenía una dimensión política y social, ya que
permitía la alternancia el poder
de los partidos dinásticos y tuvo un papel predominante en
la sociedad agraria. El cacique era un jefe local de un partido –su influencia
alguna vez podía ser provincial, como Romanotes en Guadalajara- cuyo poder se basaba en el
control y utilización de la
administración y que actuaba como mediador entre el Estado
y su comunidad. A cambio de favores otorgados a sus clientes, obtenía los votos
necesarios para los canditados avalados por él.
I.5. La oposición al sistema de la Restauración:
republicanismo, carlismo y nacionalismo.
El sistema de la Restauración marginó a amplios sectores
del mundo político y social. Lo que en principio se presentaba como propuesta
integradora acabó siendo, en la práctica, un sistema de exclusión de las clases
populares urbanas, sectores de la clase
trabajadora rural y el naciente proletariado industrial;
las clases medias y los círculos intelectuales.
La oposición política al régimen de la Restauración se
llevó a cabo por fuerzas políticas ya existentes: desde la derecha, el carlismo;
desde la izquierda, el republicanismo. Pero también surgieron nuevos movimientos,
como el movimiento obrero y los partidos nacionalistas. Aunque estas fuerzas
de oposición no fueron
decisivas en la dinámica política, son importantes porque
respondían al gran problema de finales de siglo: el acceso de las masas a la política.
5.1 El republicanismo en la España de la Restauración.
Fue
marginado del sistema político, pero era una fuerza importante. Como
opción política, arrastró tres grandes problemas en los primeros momentos del régimen.
En primer lugar, una acusada fragmentación, producto de las
divergencias surgidas durante el Sexenio democrático: partidarios y
opuestos a la revolución, federales y centralistas. De hecho, no hubo un único
partido republicano, sino varios (Partido Federal, de Pi i Margall; Partido Republicano
Histórico, de Castelar; Partido
Republicano Progresista, de Ruiz Zorrilla; Partido
Centralista, de Salmerón). Los intentos de unión sólo fructificaron con la creación de la
Unión Republicana, en 1903.
En segundo lugar, una compleja composición social. El
republicanismo era interclasista, incluía tanto a sectores medios como a trabajadores; aunque
su fuerza residía en las
ciudades, no siempre era así; recuérdese, por ejemplo, la
sublevación de Loja en 1861.
Un tercer problema para los republicanos fue la represión
ejercida por los primeros gobiernos de Cánovas.
Como consecuencia, los republicanos no dispusieron de una
organización sólida, de líderes destacados ni de una doctrina renovada, lo que
impidió a esta fuerza política convertirse en una verdadera alternativa al sistema de la
Restauración.
A pesar de su fragmentación y diferencias, los republicanos
compartían tres puntos básicos: la defensa de la República como forma de
Estado, consecuencia del principio de soberanía popular; apoyo a medidas reformistas
para resolver la cuestión social, como la intervención del Estado, fomento del
cooperativismo, concesión de créditos baratos, y, finalmente, la fe en el progreso y el
anticlericalismo.
El crecimiento republicano se produjo con el ascenso y
fortalecimiento de nuevos sectores sociales y económicos y de organizaciones
capaces de responder al acceso de las masas a la política. Los dos movimientos más
característicos de este
nuevo republicanismo, bien implantado en los medios
urbanos, serían ya a principios del siglo XX, el lerrouxismo, en Cataluña, y el blasquismo,
en Valencia.
El movimiento republicano se encontró, así, a principios
del siglo XX
caracterizado por el hundimiento del Partido Federal de Pi
i Margall y la desaparición del posibilismo de Castelar. El republicanismo participó
así de la crisis que afectaba a todo el sistema de partidos, inmerso en su conjunto en un
difícil reto de modernización
de sus estructuras internas. Aparecía muy fragmentado
ideológicamente y falto de una articulación clara española, su organización giraba alrededor
de toda una estela de
notables y filiaciones personales. De todas formas, no
debiera menospreciarse el apoyo social que tenía en los núcleos importantes, como
Barcelona, Madrid, Zaragoza, Valencia o Palma de Mallorca.
5.2 El carlismo, por su parte, no se recuperó de su derrota
de 1876.
La alianza entre la Iglesia y el Estado de la Restauración lo dejaba,
además, sin buena parte de sus argumentos. La Santa Sede no quería partidos católicos en
España, sino, en todo caso, la
integración de los católicos en el régimen restaurado, como
se puso de manifiesto con la entrada en el Partido Conservador del grupo Unión Católica
que encabezaba Alejandro Pidal. Todo ello restó al carlismo importantes poyos
sociales. La escisión del sector
integrista liderado por Ramón Nocedal precipitó la crisis y
repercutió negativamente en algunos enclaves tradicionales del movimiento, como
Guipúzcoa. La aparición de los años noventa del nacionalismo vasco y catalán, con
simpatías entre los católicos de ambas regiones, agudizó los problemas.
5.3 Los nacionalismos.
Más importante fue para el régimen,
a la larga, la
cuestión de los nacionalismos, cuya eclosión se produjo a
finales del siglo XIX, con el catalanismo como líder y modelo de arrastre de los demás
movimientos.
Catalanismo. Desde 1876 proliferaban en Cataluña revistas y
escritos de distinto tipo de acusada significación regionalista –además de que
culminaba por entonces la Renaixença- en los que se alentaba la idea de nacionalidad
catalana. Valentí Almirall,
promovió en 1877 el primer diario en lengua catalana; en
1882, creó el Centre Catalá, que lideró el movimiento de protesta contra los tratados de
comercio de 1885; en 1886, escribió Lo catalanisme, un libro claramente catalanista.
En 1889, una asociación de estudiantes catalanes, el Centre
Escolar Catalanista y la Lliga de Catalunya, escindida del movimiento de
Almirall, promovieron una campaña de mítines en defensa del derecho civil catalán. En 1890,
Enric Prat de la Riba, presidente del Centre Escolar, se refería en los cursos que
organizaba la entidad a la “patria catalana” como única patria de los catalanes, y de
la lengua y el derecho como expresión de la nacionalidad catalana.
Por iniciativa del Centre Escolar y de la Lliga, en 1891 se
creó la Unió Catalanista, que, en la asamblea de 1892, celebrada en
Manresa, aprobó las “Bases per la Constitució Regional Catalana” en las que se reclamaba
la restauración de las instituciones históricas del Principado y el traspaso a
Cataluña de amplias competencias políticas y económicas. Muchas personalidades que figuraban
al frente de instituciones culturales catalanas eran, en los años noventa,
catalanistas. Barcelona había generado
una verdadera cultura privativa y propia, como revelaban el
modernismo y el noucentisme; el nacionalismo vino a ser como el desenlace
de un largo proceso de cristalización de la conciencia de diferenciación catalana.
En 1901, por fusión de diversas organizaciones catalanistas, nació la Lliga
Regionalista de Catalunya, el partido político de catalanismo conservador, que tuvo en Prat de la
Riba a su organizador e ideólogo, y en Francesc Cambó a su gran líder político y
parlamentario.
En nacionalismo vasco. En el País Vasco, la abolición de
los Fueros en 1876
había provocado una intensa reacción cultural en defensa de
las instituciones suprimidas y, por extensión, de la lengua y la cultura vascas. No tuvo
traducción política significativa, pero reforzó la identificación de la
personalidad vasca, extendida a parte
de Navarra, con el eusquera y los Fueros. Pero en los años
noventa, Sabino Arana redefinió el fuerismo como nacionalismo, identificó
fueros con códigos de soberanía nacional vasca y reintegración foral con
devolución de la soberanía “perdida” en 1839 y 1876; y afirmó que los vascos, en razón de su raza
y su religión, constituían
una nación. Euskadi, neologismo acuñado por Arana, era,
así, la patria de los vascos. El nacionalismo vasco (Arana creó el PNV en 1894) hacía del
eusquera la lengua nacional, y ambicionaba reuskaldunizar a una sociedad ampliamente
castellanizada. Idealizaba el mundo rural tradicional vasco en un momento en que Vizcaya
y Guipúzcoa se estaban industrializando de manera acelerada.
II. EL DESASTRE COLONIAL Y LA CRISIS DEL 98.
El proceso de liquidación del imperio ultramarino español
presenta tres fases sucesivas. En primer lugar, asistimos a un movimiento
emancipador que estalla casi simultáneamente en Cuba y Filipinas. En segundo lugar, hay
que referirse a la intervención estadounidense, seguida de la guerra efectiva
librada entre Estados Unidos y España en el área de ultramar.
II.1 El conflicto cubano.
Respecto a Cuba, la mayoría de
los políticos españoles
eran contrarios a conceder ningún tipo de autonomía, ya que
para ellos autonomía e independencia eran equivalentes. Un ejemplo ilustrativo fue
el fracaso del Plan de Reformas Coloniales de Maura, en 1893, que chocó con la
oposición de su propio partido en las Cortes. Tan tajante actitud provocó que
disminuyeran cada vez más los partidarios cubanos de la autonomía, y aumentaran las de
los independentistas.
La guerra tiene por inspirador a José Martí y la
insurrección tiene su base geográfica en la parte oriental de la isla; su base social
en el campesinado; su impulso ideológico en el Partido Revolucionario Cubano, creado en 1892
por Martí; su cabecilla militar en Antonio Maceo; su táctica en la guerrilla.
España envió de nuevo al general Martínez Campos, artífice
la Paz de Zanjón, quien había advertido a Cánovas que la nueva guerra no era
como la anterior; que su violencia y su respaldo popular eran indomables a partir de
una guerra convencional civilizada, y que él mismo por sus principios y
sentimientos era incapaz de aplicar otras
medidas y sacar la guerra de tales moldes. Será entonces
cuando Cánovas, decidido a llevar la guerra hasta el final, “hasta el último hombre y
la última peseta”, sustituya a Martínez Campos por el duro Valeriano Weyler. A partir de
ese momento, los Estados
Unidos, que habían estimulado a España para que devolviera
la tranquilidad a la isla mediante la concesión de autonomía política y económica,
cambiaron su actitud mediadora. Ante ese viraje, España busca una garantía en la
Triple Alianza y en Gran
Bretaña. La primera fracasará; y Gran Bretaña estaba sólo
dispuesta a prestar su buenos oficios si se juzgaba que la autonomía puede contribuir a
la pacificación de la isla.
II.2 La insurrección filipina.
En Filipinas, la década de
los noventa presencia importantes alteraciones que preludian, también allí, la
existencia de una crisis de emancipación. Los hechos destinados a incidir directamente
sobre la crisis del 98 tienen por teatro la isla de Luzón y por protagonista inicial a
José Rizal –figura que evoca la de
José Martí- fundador en 1892 de la Liga Filipina, secundada
por el Katipunan, sociedad encaminada a la conspiración contra el dominio español.
La conspiración del Katipunan conducirá al levantamiento de
agosto de 1896 en la provincia de Manila; la provincia de Cavite se une a la
insurrección, que hace necesario el envío de tropas desde la Península. Las
hostilidades van tomando, como en
Cuba, carácter de guerra sin cuartel; la dura represión
militar alcanzará al mismo Rizal, fusilado el 30 de diciembre, poco después de hacerse cargo
Polavieja de la capitanía general. Entre tanto, prosigue la insurrección capitaneada
por Emilio Aguinaldo.
En abril de 1897 Fernando Primo de Rivera, que sustituye a
Polavieja, secundará eficazmente las orientaciones del nuevo gobierno liberal de
Madrid, negociando con Aguinaldo. La insurrección queda prácticamente dominada,
pero cuatro meses después, los Estados Unidos negocian con Aguinaldo “la independencia
de las islas Filipinas, constituidas en República centralizada”, bajo el
protectorado de los Estados Unidos, que
se establecería en los mismos términos y condiciones que
los de Cuba” (23 de abril de 1898). La guerra hispano-norteamericana comportará la
reanudación del levantamiento.
Aunque distantes geográficamente y diferentes por el resto
de su condiciones, las guerras coloniales de Cuba y Filipinas ofrecen rasgos
comunes y conexiones que resulta indispensable destacar. En ambos casos estamos ante
la afirmación de sendas
personalidades nacionales, levantadas frente a una
metrópoli que, en presencia de tal emergencia, podía haber optado por administraciones
autónomas; pero nunca por una represión que, en última instancia, no podía ser hecha
efectiva con los medios militares disponibles por España en 1890 sobre las todavía extensas
áreas de su dominio colonial.
Ambas zonas de conflicto armado estaban a la sazón situadas
en zonas de excepcional interés estratégico en la coyuntura
imperialista de finales del XIX. En 1898, los intereses y las expectativas estadounidenses en el área
del Caribe son, por lo menos,
tan apremiantes como los intereses y expectativas de
alemanes y británicos en el área de China meridional. Por la propia dialéctica de los hechos,
ambos conflictos coloniales van a desembocar en la crisis de redistribución colonial
protagonizada por las grandes
potencias imperialistas en 1898.
II.3 El conflicto hispano-norteamericano.
La verdadera
pretensión de los Estados Unidos era anexionarse Cuba, y la guerra fue la
alternativa que eligieron después de los frustrados intentos de compra a España,
cuatro en total: el primero en 1843, por 50 millones de $ y el último en marzo de 1898,
por 300 millones más uno para los políticos españoles negociadores.
Intereses económicos y estratégicos les inducían a ello.
Por un lado, la isla era un apetecible mercado para los excedentes comerciales y de
capital de los grandes hombres de negocios estadounidenses. Por otro lado, la
anexión se concebía indispensable para la integridad de la Unión. Lógicamente,
de cara a la opinión pública
internacional, EEUU ocultaron su imperialismo bajo razones
humanitarias: se presentó como la nación que tenía “el deber de poner fin a las
horribles condiciones que existían en Cuba desde había tres años”, es decir, desde que en
febrero de 1895 estallara la
segunda guerra de la independencia contra el gobierno
español. Deber como potencia mundial, en cuanto modelo de libertad y democracia, por la
proximidad geográfica de la isla, y, sobre todo, por la destrucción de un acorazado
norteamericano: el Maine,
hundido en febrero de 1898.
Prueba evidente de que la pacificación de la isla era una
excusa, fue que, a pesar del alto el fuego decretado por el gobierno español con
fecha de 10 de abril, en claro intento de evitar el conflicto con los Estados Unidos, el
presidente Mac Kinley, en mensaje del 11 de abril de 1898 pidió al Congreso permiso
para intervenir militarmente
en Cuba, permiso que le fue concedido el día 19 de abril,
fecha del ultimátum presentado a España.
La posición española. La opinión generalizada de los
historiadores (Pavón, Jover, Bahamonde) es que los políticos del régimen, tanto
liberales como conservadores (aunque la decisión le tocó tomarla de Sagasta), fueron a
la guerra convencidos de que la retirada supondría la caída de la Monarquía.
La opinión más generalizada también es la de que esa
percepción no era correcta, pues ni republicanos ni carlistas, es decir, los
enemigos del régimen, tenían tanta fuerza; pero la presión de la prensa y de los
militares contribuyó a esa percepción.
II.4 Desarrollo de la guerra.
La guerra hispano norteamericana se desarrolla
fulminantemente, dada la notoria desigualdad de fuerzas. Los juicios que ha merecido han
sido tajantes y duros. Ramos Oliveira escribió, “guerra más absurda, por parte de
España, que la hispano-yanqui, se
busca y no se halla en la historia universal”. Por su
parte, Raymond Carr, refiriéndose a las dos batallas decisivas de la contienda, las pondera
fríamente como “los dos desastres navales más completos de los tiempos modernos”.
En efecto, el 1 de mayo, de 1898, la escuadra española de
las Filipinas, mandada por el almirante Montojo, será aniquilada por la escuadra
del Comodoro Dewey en la Bahía de Manila; siguen la rendición de Cavite, la
generalización de la insurrección
filipina, la reducción del dominio español en el
archipiélago –prácticamente- a la ciudad de Manila.
En cuanto a la escuadra española del Atlántico, salida con
rumbo a Puerto Rico, habrá de entrar en Santiago de Cuba para hacer provisión de
carbón; allí será embotellada como consecuencia del bloqueo establecido por
una fuerza naval norteamericana considerablemente superior, el 19 de mayo y
siguientes. A mediados de junio, fuerzas estadounidenses desembarcan en las
inmediaciones de Santiago, adueñándose, tras combates extraordinariamente duros con
las tropas españolas, de dos
posiciones clave para defensa de Santiago de Cuba: Caney y
Loma de San Juan. Ante el peligro que se cierne sobre Santiago, se plantea a la
escuadra española un nuevo dilema:
salir a entablar un combate imposible con fuerzas
aplastantemente superiores o exponerse a caer íntegra, con la plaza, en manos americanas.
Se opta por lo primero y el 3 de julio la escuadra española, mandada por Cervera, es
literalmente aniquilada en el
llamado combate naval de Santiago. En las semanas
siguientes se precipitan los acontecimientos: la capitulación de Santiago; el desembarco
de los estadounidenses en Puerto Rico, seguido de la rápida ocupación de la isla; la
capitulación de Manila tendrá
lugar el 14 de agosto.
II.5 Consecuencias de la guerra.
5.1 El Tratado de París y la liquidación de las últimas
colonias.
En diciembre de 1898 se firmó el Tratado de París, que supuso para
España la pérdida de Cuba, que fue ocupada por los Estados Unidos. Además, cedía a esa
potencia Puerto Rico, Guam y
las Islas Filipinas, éstas últimas a cambio de 20 millones
de dólares.
El Tratado de París representó, además, el primer capítulo
del colonialismo estadounidense y el último de colonialismo español de
América y el Pacífico. Sólo quedaban las Marianas, las Carolinas y Palaos, que fueron
vendidas poco después a Alemania.
5.2 Consecuencias inmediatas: humanas y económicas. La
ética de la guerra.
Los recursos arbitrados por el Estado español para hacer
frente a la guerra de Cuba, desde el cuatro de mayo hasta el 30 de junio de 1898,
alcanzaban cifras próximas a 2.000 millones de pesetas; no hay que llamar la atención
de lo que tales cifras representarían referidas a los presupuestos españoles de la
época.
En cuanto a los efectivos militares, se enviaron, en
distintas expediciones a lo largo de la campaña, 180.431 soldados, 6.222 oficiales,
6.015 jefes y 20 generales.
Sumándoles los 12.000 que guarnecían la isla al estallar la
guerra, la cifra del ejército de Cuba se elevó a 200.000 soldados (Fernández Almagro).
De ellos murieron por las causas que se citan, los
siguientes:
En combate
Por heridas
Fiebre amarilla
Otras enfermedades Generales
Jefes y oficiales 6.081.313.127
Soldados 11.347.041.300.040.000
A estas cifras de bajas sería preciso añadir las de los
heridos que sobrevivieron - 463 oficiales y 8.164 soldados- y, por supuesto, todas las
acarreadas por la guerra y las enfermedades en Filipinas y en Puerto Rico.
A partir de agosto del 98 comienza la evacuación: la
llegada a los puertos españoles de los repatriados que sobrevivieron al combate,
a las heridas, a las enfermedades, a la travesía del retorno. Los repatriados
vienen a ser símbolo vivo, tremendamente plástico en el marco de cada barrio y de cada
aldea, del desastre en sus
escuetas dimensiones humanas. Símbolo vivo, también, de una
ética social puesta brutalmente en evidencia. “En España –observará Costa-
todos están unánimes en reconocer que, si el servicio personal obligatorio hubiese
regido, la guerra, caso de que
hubiera llegado a estallar, se habría ahogado en el primer
parte de muertos y heridos transmitido por el cable a nuestra Península.” La
observación será exagerada, pero responde a la realidad de una apreciación colectiva,
alimentada por el contraste entre el
repatriado que no logra a veces cobrar sus atrasos y el que
acertó a redimirse legalmente mediante el pago de una determinada cantidad en metálico.
En conjunto, cabe afirmar que el planteamiento, desarrollo y desenlace de la guerra
ha movilizado unos reflejos
éticos –principalmente en las clases populares y medias- de
los que es fácil encontrar trazas tanto en El Socialista de estos meses como en la
literatura regeneracionista.
5.3 Consecuencias inmediatas.
El debilitamiento del régimen
de la Restauración. Revisionismo político y regeneracionismo.
Aunque la guerra en Cuba y
Filipinas fue seguida con interés por la sociedad española,
la derrota de 1898 no provocó súbitos cambios en el panorama político español. El
gobierno de Sagasta se mantuvo en el poder, pero pronto se suspendieron las cortes
y fueron llamados los
conservadores, que convocaron elecciones en 1899 a las que
se presenta Silvela con aires regeneradores. La elecciones se fabrican de nuevo,
con 236 escaños para el Partido Conservador y 93 para los liberales, con algunos restos
republicanos.
Tanto desde dentro como desde fuera del sistema, comienzan
a configurarse algunas acciones políticas claramente regeneracionistas.
5.4 La Unión Nacional, dirigida por Joaquín costa, Basilio
Paraíso y Santiago Alba.
Fue el proyecto más ambicioso, apoyado en las Cámaras
de Comercio y en la Liga Nacional de Productores. Pero el fracaso político en las
elecciones provocó su disolución y la retirada de Costa, recluido desde entonces
en la crítica intelectual
(Oligarquía y caciquismo, 1901).
5.5 El regeneracionismo Silvela-Polavieja.
En 1899
Francisco Silvela, líder del Partido conservador tras la muerte de Cánovas, incorpora en
su gobierno a Polavieja y a
un sector del catalanismo conservador (Durán y Bas). Se
llevan a cabo algunas iniciativas importantes, como la reforma del Sistema
Tributario de Fernández Villaverde (1900), que provoca la huelga fiscal en algunas
provincias (Tancament de Caixes) y la renuncia de Polavieja. Por otra parte, las
medidas regionalistas promovidas
por Durán y Bas encuentran oposición en el propio gobierno.
En 1900, cae Silvela y, tras un gobierno puente de
Azcárraga, Sagasta se dispone a presidir su último gobierno, en 1901.
TEXTOS.
1. Manifiesto de Sandhurst.
Por virtud de la espontánea y solemne abdicación de mi
augusta madre, tan
generosa como infortunada, soy único representante yo del
derecho monárquico en
España. (…) Huérfana la Nación ahora de todo derecho
público e indefinidamente
privada de sus libertades, natural es que vuelva los ojos a
su acostumbrado derecho
constitucional y a aquellas libres instituciones que ni en
1812 le impidieron defender su
independencia ni acabar en 1840 otra empeñada guerra civil.
(…) Por todo esto, sin
duda, lo único que inspira ya confianza en España es una
monarquía hereditaria y
representativa, mirándola como irreemplazable garantía de
sus derechos e intereses
desde las clases obreras hasta las más elevadas.
En el entretanto, no sólo está hoy por tierra todo lo que
en 1868 existía, sino
cuanto se ha pretendido desde entonces crear. Si de hecho
se halla abolida la
Constitución de 1845, hállase también de hecho abolida la
que en 1869 se formó sobre
la base inexistente ya de la monarquía. (…)
Afortunadamente, la monarquía hereditaria
y constitucional posee en sus principios la necesaria
flexibilidad y cuantas condiciones
de acierto hacen falta para que todos los problemas que
traiga su restablecimiento
consigo sean resueltos de conformidad con los votos y la
conveniencia de la Nación.
No hay que esperar que decida yo nada de plano y
arbitrariamente; sin cortes no
resolvieron los negocios arduos los príncipes españoles
allá en los antiguos tiempos de
la monarquía, y esta justísima regla de conducta no he de
olvidarla yo en mi condición
presente, y cuando todos los españoles están ya habituados
a los procedimientos
parlamentarios. Llegado el caso, fácil será que se
entiendan y concierten sobre todas las
cuestiones por resolver un príncipe leal y un pueblo libre.
Nada deseo tanto como que nuestra patria lo sea de verdad.
A ello ha de
contribuir poderosamente la dura lección de estos tiempos,
que si para nadie puede ser
perdida todavía lo será menos para las honradas y
laboriosas clases populares, víctimas
de sofismas pérfidos o de absurdas ilusiones.
Cuanto se está viendo enseña que las naciones más grandes y
prósperas, y donde
el orden, la libertad y la justicia se admiran mejor, son
aquellas que respetan más su
propia historia. (…) Sea lo que quiera mi propia suerte, ni
dejaré de ser buen español,
ni, como todos mis antepasados, buen católico, ni, como
hombre del siglo,
verdaderamente liberal.
Alfonso de Borbón, York-Town (Sandhurst), 1º de diciembre
de 1874
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