viernes, 12 de junio de 2020

HISTORIA CONTEMPORANEA - TEMA 1. LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN (GUADAHUMI4)


TEMA 1. 

LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN

La crisis del Antiguo Régimen es extraordinariamente compleja, porque en ella se conjugan factores de fondo, estructurales, y otros generados por la propia coyuntura de finales del siglo XVIII y principios del XIX.

En primer lugar, fue un periodo de crisis económica. En segundo lugar, cambió el contexto internacional con el desarrollo de la revolución francesa y la monarquía española se vio inmersa, desde 1793 hasta 1814, en un periodo de guerras.

Por último, la crisis fue, ante todo, política y afectó al prestigio de la institución monárquica.

1. España a comienzos del siglo XIX.
Un país entre hambrunas y revueltas. España tenía unos once millones de habitantes en 1800 de los que poco más del 5% vivían en las ocho ciudades con más de cincuenta mil habitantes, es decir aquellas que podían considerarse verdaderamente como tales. La población rural, cuya subsistencia dependía directa o indirectamente del campo, rondaba el 80%.
Es fácil comprender, por lo tanto, que los problemas más trascendentales del país serían los que afectaban a esta masa mayoritaria de campesinos, que no suelen aparecer en los relatos de historia y cuando lo hacen casi siempre como víctimas afectadas por hambrunas o derrotados en momentos en los que su malestar insufrible los conducía a la rebeldía. Aunque las diferencias entre unas regiones y otras de aquella España eran grandes, la agricultura en su conjunto tenía problemas comunes.

Buena parte de las tierras de labor eran de manos muertas, fuera del mercado por lo tanto; sobre la producción agrícola pesaban impuestos del Estado, derechos señoriales, en especie y en dinero, y los diezmos, entre otras cargas. Desde el siglo XVIII se venía denunciando la ineficacia de un sistema que dejaba sin cultivar buena parte de la tierra y desalentaba las innovaciones tecnológicas porque los aumentos de producción que ocasionaba iban en buena parte a parar a perceptores de diezmos y cargas señoriales. Los ilustrados propugnaban una ley agraria que eliminara los estrechos marcos institucionales que impedían el crecimiento agrario.

Se comenzó a hablar de reformas como la necesidad de desamortizar la tierra para que pasara a manos más activas, o la mejora del sistema de arrendamientos para dar seguridad a largo plazo a los campesinos que explotaban la tierra.

Pero las resistencias de quienes veían en peligro sus privilegios, especialmente la Iglesia, fueron demasiado fuertes. Por ejemplo, el Informe en el expediente de la ley agraria de Jovellanos (1795) fue condenado por la Inquisición y no tuvo repercusiones. Y si la vía de reforma legal fracasó, menos aún podían triunfar los conatos de rebeldía de los campesinos, fáciles de aplastar por su carácter puntual y aislado.

Esta ineficacia agraria tenía como consecuencia la sucesión de hambrunas en los primeros años del siglo XIX, debido tanto a los bajos rendimientos y a las cargas como a la desarticulación del mercado español de cereales, donde el interior estaba organizado para abastecer las necesidades de la corte y la periferia se abastecía de los mercados internacionales. Cuando a una sucesión de malas cosechas se añadió la epidemia de fiebre amarilla en la costa mediterránea meridional y sudoriental, el resultado fue una grave crisis demográfica entre 1803 y 1805 en el Valle del Guadalquivir, en la costa levantina y en ambas castillas.

En muchas ciudades se repetían las escenas de “bandadas de pobres”, buscando un mendrugo de pan y envueltos en andrajos. El gobierno, que con frecuencia era incapaz de atender situaciones de escasez, achacaba los problemas a la obra de sus enemigos que provocaban un hambre ficticia con el único fin de perjudicarle. Pero el hambre tenía poco de ficticia.

Por otra parte, el Estado tampoco era capaz de mantener el orden público, perturbado por la propia crisis de subsistencia, y el bandolerismo se adueñó de buena parte de España en esos años. No es extraño, pues, que la hostilidad general a la política de Godoy consiguiera unir en una oposición común al campesinado, propietarios, eclesiásticos y nobles, y animó una serie de protestas que acabaron tomando un contenido político. 
Una monarquía en crisis. Las dificultades crecientes y la incapacidad para resolverlas condujeron a una profunda crítica que llevó al enfrentamiento con Godoy, hombre de confianza de los reyes, y finalmente con el propio Carlos IV. La oposición se articuló en torno al Príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII. Por el contrario, otros españoles descontentos pusieron sus esperanzas en Napoleón, cuya revolución liberal daba respuesta al deseo de cambio de una minoría ilustrada. El Tratado de Fontainebleau (1807), por el que Godoy autorizaba el acantonamiento de las tropas francesas con el objetivo de una nueva campaña de conquista de Portugal y el consiguiente reparto, dio nuevo impulso al complot de los conservadores (El Escorial, octubre de 1807). 
Atento a la ocupación clandestina de la Península Ibérica por los ejércitos napoleónicos, bajo el pretexto de la expedición portuguesa, Godoy tramaba la huida de la familia real española a Andalucía o a América, pero su propósito se malogró con el estallido del Motín de Aranjuez (marzo de 1808), en el que soldados, campesinos y servidumbre de palacio, alentados por los simpatizantes del Príncipe heredero, provocaron la caída de Godoy y –algo insólito- obligaron a Carlos IV a abdicar en su hijo Fernando VII. Sin embargo, Napoleón no reconoció a Fernando VII y Carlos IV se arrepintió pronto de su abdicación, mientras las tropas francesas, al mando del general Murat, ocupaban Madrid.

Ese fue el momento que aprovechó el Emperador para terciar en la disputa de la Corona y empujar a padre e hijo a acudir a Bayona para arreglar sus diferencias ante él. Con los reyes en Francia, Napoleón no tenía que esperar más y obligó a ambos a traspasarle el trono, que, a su vez, entregaría a su hermano José Bonaparte. Los herederos de la revolución francesa alcanzaban la corona de España y se disponían a enterrar el Antiguo Régimen con la ayuda de un grupo de ilustrados españoles. A fin de hacer más atractivo su gobierno, el discreto rey José I hizo publicar el Estatuto de Bayona, una especie de Constitución, más bien una Carta Otorgada, que, a pesar de mantener en las manos del monarca la mayor parte de las prerrogativas, ofrecía un renovado aire liberal que cuestionaba los fundamentos del Antiguo Régimen.

2. Guerra y revolución, 1808-1814.
La guerra de la Independencia fue, fundamentalmente, una guerra de liberación contra un invasor extranjero, pero también fue una guerra civil, ya que un importante sector de la población española aceptó y respetó la legitimidad de José Bonaparte. En el aspecto puramente bélico del conflicto y por lo que se refiere a su evolución, se pueden distinguir tres fases: el levantamiento inicial y el fracaso de la ocupación francesa, de mayo a noviembre de 1808; el periodo de predominio francés, desde noviembre de 1808 hasta el verano de 1812 y, como tercera y última etapa, la ofensiva hispano-inglesa y la derrota de Francia, desde el verano de 1812 hasta principios de 1814. Los planes de Napoleón de sustitución dinástica fueron frustrados por la intervención de la mayoría del país. La creciente hostilidad contra las tropas francesas desembocó en los hechos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. La población civil trató de evitar la salida hacia Francia de los últimos miembros de la familia real.
Aunque los sucesos del 2 de mayo no fueron espontáneos, lo cierto es que tuvieron una dimensión popular que se generalizó en la cadena de levantamientos que recorrió todo el país en mayo de 1808. Los levantamientos fueron combatidos por las tropas francesas. Mientras tanto, el ejército español y las viejas instituciones de gobierno contemplaban de forma pasiva la represión de que eran objeto los sublevados, lo que dio lugar a una desconfianza hacia las antiguas instituciones y de vacío de poder, que impulsó a los sublevados a dotarse de nuevos instrumentos políticos. Así surgieron las Juntas, al margen de las autoridades tradicionales. En un principio tenían un ámbito local y regional, hasta que, en septiembre de 1808, se reunieron en la Junta Central.

La creación de Juntas era un acto de soberanía, ya que asumían la autoridad en nombre del pueblo, aunque esto no signifique que dichas Juntas tuvieran un carácter socialmente popular.
 La revolución: las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. La convocatoria de Cortes. Al tiempo que el pueblo y el ejército luchaban contra los invasores, los hombres eminentes del país empezaban a asimilar las ideas políticas desarrolladas a lo largo del siglo XVIII y llevadas a la práctica en las revoluciones de Estados Unidos y Francia. La crisis de 1808 abrió un enorme vacío de poder, especialmente cuando tras la derrota de Bailén José I abandonó Madrid; un vacío que fue ocupado por instituciones que tenían cierto carácter representativo y colectivo, como las Juntas Provinciales y la Junta Central Suprema.

Frente a ellas, el Consejo de Castilla, formado por funcionarios del Antiguo Régimen, alegaba de continuo ser la única autoridad, pero estaba desacreditado por la sumisión total al mariscal Murat.
En las Juntas Provinciales se encontraban los primeros depositarios del poder surgido en la España de la resistencia. Prohombres no muy alejados sociológicamente de lo que eran las antiguas autoridades civiles o eclesiásticas (nobleza provinciana, religiosos influyentes, magistrados). Las Juntas Provinciales estaban aferradas a la idea de convocar Cortes, pero divididas en cuanto a la forma que debería adquirir dicha convocatoria. Aunque existía gran rivalidad entre ellas, promovieron la idea de crear una Junta Central, cuya constitución definitiva se hizo el 25 de septiembre de 1808 en Aranjuez.

En ella se reunieron treinta y cinco personalidades conocidas a nivel nacional, entre las que existían varias tendencias: una conservadora, representada por el conde de Floridablanca, que presidía la Junta; tendencia que no era partidaria de convocar Cortes. Un segundo grupo, representado por Pérez Villamil, entre otros, que entiende la necesidad de hacer reformas en las Cortes existentes, pero sin llegar a defender una Constitución. La opción más avanzada (Calvo Rozas, Quintana), defiende la convocatoria de nuevas Cortes. La Suprema tomó algunas medidas importantes de carácter fiscal (contribución extraordinaria de guerra) y de relaciones internacionales (alianza con del Reino Unido), pero se fue debilitando por el fracaso militar frente a Napoleón.

Tuvo que cambiar su sede de Aranjuez a Sevilla, primero, y a la Isla del León (Cádiz), después. Pocos días más tarde se disolvió y transfirió el poder a un Consejo de Regencia, formado por cinco personas y presidido por el general Castaños, héroe de Bailén. Su decisión principal fue la convocatoria de Cortes, que debían llenar el vacío de poder existente, presentando una alternativa política a la propaganda reformista de José Bonaparte. La elección de diputados y apertura de las Cortes.

El Consejo de Regencia preparó la reunión de Cortes para el 24 de septiembre de 1810. Se trataba de organizar previamente la elección de los diputados para la cámara única de la Asamblea Nacional. Se hizo por el sistema de sufragio universal masculino indirecto, bastante complicado. Las Juntas electorales de parroquia designaban a los electores parroquiales; éstos, a su vez, designaban electores de partido; los electores de partido formaban Juntas electorales de provincia que, finalmente, elegían “uno a uno” a los diputados a Cortes, en número de uno por cincuenta mil habitantes.

Como el país estaba ocupado y en guerra, sólo pudieron ser elegidos la mitad de los diputados, por lo que se recurrió a la designación de suplentes entre los oriundos de cada región o provincia refugiados en Cádiz.

La apertura de las Cortes tuvo lugar el 24 de septiembre de 1810.
El mismo día de su inauguración, a instancias del diputado extremeño Torrero, las Cortes discutieron y aprobaron lo que sería su primer decreto, en el que se afirmaba la Soberanía Nacional: “los diputados que componen este Congreso y que representan a la nación española se declaran legítimamente constituidos en Cortes generales y extraordinarias y que reside en ellas la soberanía nacional”.

En un segundo punto se señalaba la nulidad de las abdicaciones de Bayona y se proclamaba de nuevo a Fernando VII como rey de España.

La Constitución de Cádiz. Aquellas Cortes fueron las responsables de elaborar la primera constitución española. La llamada Constitución de Cádiz era un texto muy extenso, que constaba de 384 artículos, agrupados en diez capítulos.

El texto aprobado fue resultado, a decir de Solé Tura, de un consenso entre liberales y absolutistas, si bien favorable a los primeros por la situación política en la que se llevó a cabo. Este compromiso aparece claro si comparamos la organización liberal que aparece en la constitución de Estado con el reconocimiento total a los derechos de la religión católica, que fue el punto central de los absolutistas.

En ella se establecía una monarquía parlamentaria en que las Cortes formulaban las leyes y el rey las sancionaba, promulgaba y hacía ejecutar. El monarca podía negarse a probar una ley, en cuyo caso el asunto quedaba en suspenso y no se volvía a discutir hasta las Cortes del año siguiente.

El soberano podía negar su aprobación en una segunda ocasión, pero al tercer año, si las Cortes votaban de nuevo el proyecto, estaba obligado a aceptarlo. Las Cortes constaban de una sola cámara elegida por sufragio universal masculino indirecto, a través del complejo sistema descrito arriba.

Las funciones judiciales quedaban en manos de los tribunales, sin interferencia del rey ni de las Cortes; el gobierno interior de los pueblos se confiaba a ayuntamientos elegidos, y el de las provincias a jefes políticos nombrados por el rey y a diputaciones escogidas por los electores de partido al día siguiente de haber nombrado los diputados de Cortes.

Los impuestos se repartían entre todos los españoles “con proporción a sus facultades, sin excepción ni privilegio alguno”, con lo que se pretendía poner fin al régimen de exenciones fiscales de la nobleza y del clero.

En cada pueblo habría escuelas de primeras letras “en que se enseñará a los niños a leer, escribir y contar, y el catecismo de la religión católica, que comprenderá también una breve exposición de las obligaciones civiles” y se concedía “libertad de escribir, imprimir y publicar” las ideas políticas sin censura previa, pero sometiéndose a las restricciones que fijasen las leyes.


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