TEMA
1.
LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN
La crisis del Antiguo Régimen es extraordinariamente
compleja, porque en ella se conjugan factores de fondo, estructurales, y otros
generados por la propia coyuntura de finales del siglo XVIII y principios del
XIX.
En primer lugar, fue un periodo de crisis económica. En
segundo lugar, cambió el contexto internacional con el desarrollo de la
revolución francesa y la monarquía española se vio inmersa, desde 1793 hasta
1814, en un periodo de guerras.
Por último, la crisis fue, ante todo, política y afectó al
prestigio de la institución monárquica.
1.
España a comienzos del siglo XIX.
Un país entre hambrunas y revueltas. España tenía unos once
millones de habitantes en 1800 de los que poco más del 5% vivían en las ocho
ciudades con más de cincuenta mil habitantes, es decir aquellas que podían
considerarse verdaderamente como tales. La población rural, cuya subsistencia
dependía directa o indirectamente del campo, rondaba el 80%.
Es fácil comprender, por lo tanto, que los problemas más
trascendentales del país serían los que afectaban a esta masa mayoritaria de
campesinos, que no suelen aparecer en los relatos de historia y cuando lo hacen
casi siempre como víctimas afectadas por hambrunas o derrotados en momentos en
los que su malestar insufrible los conducía a la rebeldía. Aunque las
diferencias entre unas regiones y otras de aquella España eran grandes, la
agricultura en su conjunto tenía problemas comunes.
Buena parte de las tierras de labor eran de manos muertas,
fuera del mercado por lo tanto; sobre la producción agrícola pesaban impuestos
del Estado, derechos señoriales, en especie y en dinero, y los diezmos, entre
otras cargas. Desde el siglo XVIII se venía denunciando la ineficacia de un
sistema que dejaba sin cultivar buena parte de la tierra y desalentaba las
innovaciones tecnológicas porque los aumentos de producción que ocasionaba iban
en buena parte a parar a perceptores de diezmos y cargas señoriales. Los
ilustrados propugnaban una ley agraria que eliminara los estrechos marcos
institucionales que impedían el crecimiento agrario.
Se comenzó a hablar de reformas como la necesidad de
desamortizar la tierra para que pasara a manos más activas, o la mejora del
sistema de arrendamientos para dar seguridad a largo plazo a los campesinos que
explotaban la tierra.
Pero las resistencias de quienes veían en peligro sus
privilegios, especialmente la Iglesia, fueron demasiado fuertes. Por ejemplo,
el Informe en el expediente de la ley agraria de Jovellanos (1795) fue
condenado por la Inquisición y no tuvo repercusiones. Y si la vía de reforma
legal fracasó, menos aún podían triunfar los conatos de rebeldía de los
campesinos, fáciles de aplastar por su carácter puntual y aislado.
Esta ineficacia agraria tenía como consecuencia la sucesión
de hambrunas en los primeros años del siglo XIX, debido tanto a los bajos
rendimientos y a las cargas como a la desarticulación del mercado español de
cereales, donde el interior estaba organizado para abastecer las necesidades de
la corte y la periferia se abastecía de los mercados internacionales. Cuando a
una sucesión de malas cosechas se añadió la epidemia de fiebre amarilla en la
costa mediterránea meridional y sudoriental, el resultado fue una grave crisis
demográfica entre 1803 y 1805 en el Valle del Guadalquivir, en la costa
levantina y en ambas castillas.
En muchas ciudades se repetían las escenas de “bandadas de
pobres”, buscando un mendrugo de pan y envueltos en andrajos. El gobierno, que
con frecuencia era incapaz de atender situaciones de escasez, achacaba los problemas
a la obra de sus enemigos que provocaban un hambre ficticia con el único fin de
perjudicarle. Pero el hambre tenía poco de ficticia.
Por otra parte, el Estado tampoco era capaz de mantener el
orden público, perturbado por la propia crisis de subsistencia, y el
bandolerismo se adueñó de buena parte de España en esos años. No es extraño,
pues, que la hostilidad general a la política de Godoy consiguiera unir en una
oposición común al campesinado, propietarios, eclesiásticos y nobles, y animó
una serie de protestas que acabaron tomando un contenido político.
Una
monarquía en crisis. Las dificultades crecientes y la incapacidad para
resolverlas condujeron a una profunda crítica que llevó al enfrentamiento con
Godoy, hombre de confianza de los reyes, y finalmente con el propio Carlos IV.
La oposición se articuló en torno al Príncipe de Asturias, el futuro Fernando
VII. Por el contrario, otros españoles descontentos pusieron sus esperanzas en
Napoleón, cuya revolución liberal daba respuesta al deseo de cambio de una
minoría ilustrada. El Tratado de Fontainebleau (1807), por el que Godoy
autorizaba el acantonamiento de las tropas francesas con el objetivo de una
nueva campaña de conquista de Portugal y el consiguiente reparto, dio nuevo
impulso al complot de los conservadores (El Escorial, octubre de 1807).
Atento
a la ocupación clandestina de la Península Ibérica por los ejércitos
napoleónicos, bajo el pretexto de la expedición portuguesa, Godoy tramaba la
huida de la familia real española a Andalucía o a América, pero su propósito se
malogró con el estallido del Motín de Aranjuez (marzo de 1808), en el que
soldados, campesinos y servidumbre de palacio, alentados por los simpatizantes
del Príncipe heredero, provocaron la caída de Godoy y –algo insólito- obligaron
a Carlos IV a abdicar en su hijo Fernando VII. Sin embargo, Napoleón no
reconoció a Fernando VII y Carlos IV se arrepintió pronto de su abdicación,
mientras las tropas francesas, al mando del general Murat, ocupaban Madrid.
Ese fue el momento que aprovechó el Emperador para terciar
en la disputa de la Corona y empujar a padre e hijo a acudir a Bayona para
arreglar sus diferencias ante él. Con los reyes en Francia, Napoleón no tenía
que esperar más y obligó a ambos a traspasarle el trono, que, a su vez,
entregaría a su hermano José Bonaparte. Los herederos de la revolución francesa
alcanzaban la corona de España y se disponían a enterrar el Antiguo Régimen con
la ayuda de un grupo de ilustrados españoles. A fin de hacer más atractivo su
gobierno, el discreto rey José I hizo publicar el Estatuto de Bayona, una
especie de Constitución, más bien una Carta Otorgada, que, a pesar de mantener
en las manos del monarca la mayor parte de las prerrogativas, ofrecía un
renovado aire liberal que cuestionaba los fundamentos del Antiguo Régimen.
2.
Guerra y revolución, 1808-1814.
La guerra de la Independencia fue, fundamentalmente, una
guerra de liberación contra un invasor extranjero, pero también fue una guerra
civil, ya que un importante sector de la población española aceptó y respetó la
legitimidad de José Bonaparte. En el aspecto puramente bélico del conflicto y
por lo que se refiere a su evolución, se pueden distinguir tres fases: el
levantamiento inicial y el fracaso de la ocupación francesa, de mayo a noviembre
de 1808; el periodo de predominio francés, desde noviembre de 1808 hasta el
verano de 1812 y, como tercera y última etapa, la ofensiva hispano-inglesa y la
derrota de Francia, desde el verano de 1812 hasta principios de 1814. Los
planes de Napoleón de sustitución dinástica fueron frustrados por la
intervención de la mayoría del país. La creciente hostilidad contra las tropas
francesas desembocó en los hechos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. La población
civil trató de evitar la salida hacia Francia de los últimos miembros de la
familia real.
Aunque los sucesos del 2 de mayo no fueron espontáneos, lo
cierto es que tuvieron una dimensión popular que se generalizó en la cadena de
levantamientos que recorrió todo el país en mayo de 1808. Los levantamientos fueron
combatidos por las tropas francesas. Mientras tanto, el ejército español y las
viejas instituciones de gobierno contemplaban de forma pasiva la represión de
que eran objeto los sublevados, lo que dio lugar a una desconfianza hacia las
antiguas instituciones y de vacío de poder, que impulsó a los sublevados a
dotarse de nuevos instrumentos políticos. Así surgieron las Juntas, al margen
de las autoridades tradicionales. En un principio tenían un ámbito local y
regional, hasta que, en septiembre de 1808, se reunieron en la Junta Central.
La creación de Juntas era un acto de soberanía, ya que
asumían la autoridad en nombre del pueblo, aunque esto no signifique que dichas
Juntas tuvieran un carácter socialmente popular.
La revolución: las Cortes de
Cádiz y la Constitución de 1812. La convocatoria de Cortes. Al tiempo que el
pueblo y el ejército luchaban contra los invasores, los hombres eminentes del
país empezaban a asimilar las ideas políticas desarrolladas a lo largo del
siglo XVIII y llevadas a la práctica en las revoluciones de Estados Unidos y
Francia. La crisis de 1808 abrió un enorme vacío de poder, especialmente cuando
tras la derrota de Bailén José I abandonó Madrid; un vacío que fue ocupado por
instituciones que tenían cierto carácter representativo y colectivo, como las
Juntas Provinciales y la Junta Central Suprema.
Frente a ellas, el Consejo de Castilla, formado por
funcionarios del Antiguo Régimen, alegaba de continuo ser la única autoridad,
pero estaba desacreditado por la sumisión total al mariscal Murat.
En las Juntas Provinciales se encontraban los primeros
depositarios del poder surgido en la España de la resistencia. Prohombres no
muy alejados sociológicamente de lo que eran las antiguas autoridades civiles o
eclesiásticas (nobleza provinciana, religiosos influyentes, magistrados). Las
Juntas Provinciales estaban aferradas a la idea de convocar Cortes, pero
divididas en cuanto a la forma que debería adquirir dicha convocatoria. Aunque
existía gran rivalidad entre ellas, promovieron la idea de crear una Junta
Central, cuya constitución definitiva se hizo el 25 de septiembre de 1808 en
Aranjuez.
En ella se reunieron treinta y cinco personalidades
conocidas a nivel nacional, entre las que existían varias tendencias: una
conservadora, representada por el conde de Floridablanca, que presidía la
Junta; tendencia que no era partidaria de convocar Cortes. Un segundo grupo,
representado por Pérez Villamil, entre otros, que entiende la necesidad de
hacer reformas en las Cortes existentes, pero sin llegar a defender una
Constitución. La opción más avanzada (Calvo Rozas, Quintana), defiende la
convocatoria de nuevas Cortes. La Suprema tomó algunas medidas importantes de
carácter fiscal (contribución extraordinaria de guerra) y de relaciones
internacionales (alianza con del Reino Unido), pero se fue debilitando por el
fracaso militar frente a Napoleón.
Tuvo que cambiar su sede de Aranjuez a Sevilla, primero, y
a la Isla del León (Cádiz), después. Pocos días más tarde se disolvió y
transfirió el poder a un Consejo de Regencia, formado por cinco personas y
presidido por el general Castaños, héroe de Bailén. Su decisión principal fue
la convocatoria de Cortes, que debían llenar el vacío de poder existente,
presentando una alternativa política a la propaganda reformista de José
Bonaparte. La elección de diputados y apertura de las Cortes.
El Consejo de Regencia preparó la reunión de Cortes para el
24 de septiembre de 1810. Se trataba de organizar previamente la elección de
los diputados para la cámara única de la Asamblea Nacional. Se hizo por el
sistema de sufragio universal masculino indirecto, bastante complicado. Las
Juntas electorales de parroquia designaban a los electores parroquiales; éstos,
a su vez, designaban electores de partido; los electores de partido formaban
Juntas electorales de provincia que, finalmente, elegían “uno a uno” a los
diputados a Cortes, en número de uno por cincuenta mil habitantes.
Como el país estaba ocupado y en guerra, sólo pudieron ser
elegidos la mitad de los diputados, por lo que se recurrió a la designación de
suplentes entre los oriundos de cada región o provincia refugiados en Cádiz.
La apertura de las Cortes tuvo lugar el 24 de septiembre de
1810.
El mismo día de su inauguración, a instancias del diputado
extremeño Torrero, las Cortes discutieron y aprobaron lo que sería su primer
decreto, en el que se afirmaba la Soberanía Nacional: “los diputados que
componen este Congreso y que representan a la nación española se declaran
legítimamente constituidos en Cortes generales y extraordinarias y que reside
en ellas la soberanía nacional”.
En un segundo punto se señalaba la nulidad de las
abdicaciones de Bayona y se proclamaba de nuevo a Fernando VII como rey de
España.
La Constitución de Cádiz. Aquellas Cortes fueron las
responsables de elaborar la primera constitución española. La llamada
Constitución de Cádiz era un texto muy extenso, que constaba de 384 artículos,
agrupados en diez capítulos.
El texto aprobado fue resultado, a decir de Solé Tura, de
un consenso entre liberales y absolutistas, si bien favorable a los primeros
por la situación política en la que se llevó a cabo. Este compromiso aparece
claro si comparamos la organización liberal que aparece en la constitución de
Estado con el reconocimiento total a los derechos de la religión católica, que
fue el punto central de los absolutistas.
En ella se establecía una monarquía parlamentaria en que
las Cortes formulaban las leyes y el rey las sancionaba, promulgaba y hacía
ejecutar. El monarca podía negarse a probar una ley, en cuyo caso el asunto
quedaba en suspenso y no se volvía a discutir hasta las Cortes del año
siguiente.
El soberano podía negar su aprobación en una segunda
ocasión, pero al tercer año, si las Cortes votaban de nuevo el proyecto, estaba
obligado a aceptarlo. Las Cortes constaban de una sola cámara elegida por
sufragio universal masculino indirecto, a través del complejo sistema descrito
arriba.
Las funciones judiciales quedaban en manos de los
tribunales, sin interferencia del rey ni de las Cortes; el gobierno interior de
los pueblos se confiaba a ayuntamientos elegidos, y el de las provincias a
jefes políticos nombrados por el rey y a diputaciones escogidas por los
electores de partido al día siguiente de haber nombrado los diputados de
Cortes.
Los impuestos se repartían entre todos los españoles “con
proporción a sus facultades, sin excepción ni privilegio alguno”, con lo que se
pretendía poner fin al régimen de exenciones fiscales de la nobleza y del
clero.
En cada pueblo habría escuelas de primeras letras “en que
se enseñará a los niños a leer, escribir y contar, y el catecismo de la
religión católica, que comprenderá también una breve exposición de las
obligaciones civiles” y se concedía “libertad de escribir, imprimir y publicar”
las ideas políticas sin censura previa, pero sometiéndose a las restricciones
que fijasen las leyes.
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