TEMA 2
LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO LIBERAL
I. LA PRIMERA GUERRA CARLISTA.
A la muerte de Fernando VII, su hermano Carlos reclamó los
derechos al trono.
Posteriormente, se produjeron levantamientos armados a
favor de Don Carlos. El conflicto sucesorio evolucionó hacia una guerra civil.
1 Apoyos y programa del carlismo.
Los carlistas
encontraron apoyos en la pequeña nobleza rural, el bajo clero, algunos oficiales
reaccionarios del ejército y pequeños propietarios campesinos. Este apoyo obedece a
diversas razones, entre ellas: el temor a la desaparición de los privilegios fiscales y
mayorazgos; la pérdida de
exclusividad de los mandos del ejército por los segundones
de la nobleza; temor a nuevas desamortizaciones y la abolición de los diezmos, en
el caso de la iglesia; la pérdida de exenciones fiscales en el caso del campesinado
vasco. En cuanto a su implantación geográfica, el carlismo fue especialmente
fuerte en Navarra, el País vasco, el Maestrazgo y la región al norte del río Ebro.
Si hubiera que resumir en unas pinceladas la ideología
carlista, destacaríamos los siguientes puntos de su programa: la defensa del
Antiguo Régimen, esto es del absolutismo y de la sociedad estamental; el integrismo
religioso, en lo que significaba
de oposición a la libertad religiosa, rechazo de toda
desamortización y defensa de los diezmos y otros privilegios eclesiásticos; inmovilismo ante
cualquier cambio ideológico y ante cualquier reforma liberal; fidelidad a la patria,
entendida como un conjunto de
tradiciones y normas, costumbres y creencias recibidas de
los antepasados; resistencia a la industrialización y al capitalismo. Posteriormente,
añadieron a su programa el
mantenimiento de los fueros vascos y navarros para atraerse
a esta población, frente al centralismo liberal.
2 Desarrollo de la guerra.
Desde el punto de vista
militar, la guerra civil entre carlistas e isabelinos tuvo tres etapas diferentes.
La etapa inicial, entre 1833 y 1835, es un periodo de
éxitos carlistas, a pesar de que la actuación de los capitanes generales a la muerte de
Fernando VII limitó la trama conspiratoria. Carlos retorna de Inglaterra, donde se había
refugiado tras la caída de los absolutistas en Portugal, en julio de 1834. La labor de
Zumalacárregui, figura clave, sin duda, de esta etapa carlista, consiguió reunir un ejército
de 35.000 hombres y el dominio de grandes espacios rurales en el País Vasco, pero fracasó
en la toma de las capitales, especialmente la ciudad de Bilbao, considerada vital para
el carlismo para obtener
crédito y reconocimiento internacional. En Cataluña y el
Maestrazgo se levantaron partidas, base de un posterior ejército regular a cargo de
Cabrera. Se trata, además, de una guerra caracterizada por la extrema crueldad en ambos
bandos con ejecuciones
sistemáticas de prisioneros y civiles.
La segunda etapa, entre 1836-1837, se caracteriza por su
proyección expedicionaria. A partir de 1835, tras la muerte de
Zumalacárregui y el levantamiento del sitio de Bilbao, el predominio carlista se refleja en
la realización de expediciones por el norte, hacia Castilla y Madrid. El Carlismo ensayó
la ruptura de su confinamiento bajo la presión de los liberales y salió para contactar y
consolidar resistencias de focos distantes entre sí. Se trataba de pequeñas columnas, bien
pertrechadas y con mucha
movilidad. Mientras tanto, en el ejército liberal,
Espartero asumió el mando tras el éxito en Bilbao, y tuvo que afrontar esa ofensiva carlista. Las
expediciones más destacadas fueron la del general Guergué en Cataluña, la de Gómez, que
recorrió durante seis
meses todo el territorio, llegando a ocupar Segovia,
Valladolid, Córdoba y alcanzando Cádiz, y, sobre todo, la expedición real, en 1837, que,
tras pasar el Ebro, se dirige a Levante y luego a Madrid, en cuyas puertas permanece
acampado, en espera de un pacto
con Mª Cristina. Sin embargo, todas esas operaciones
fracasaron y los carlistas no encontraron nuevos respaldos de importancia entre las
poblaciones del centro y sur peninsular.
La tercera y última fase de la guerra, de 1838 a 1840,
viene marcada por la división interna del carlismo y por la transacción. El
bando carlista, desmoralizado y debilitado por los enfrentamientos internos de sus jefes,
sufrió continuas derrotas. Los fracasos militares provocaron un aumento de las
discrepancias que terminaron por escindir a los dirigentes carlistas en dos facciones
opuestas: los apostólicos y los transaccionales; un enfrentamiento que llevó a los
fusilamientos de Estella y al Convenio de Vergara (agosto de 1839). Aún se mantuvo la
lucha armada en Cataluña y
el Maestrazgo, tras la toma de Morella por Cabrera. La
resistencia se prolongó hasta
julio de 1840, pero, en realidad, la victoria de los
liberales era ya definitiva desde la huida de Don Carlos a Francia y la firma del convenio.
II. LA REVOLUCIÓN LIBERAL EN ESPAÑA (1833-1843).
La reina María Cristina, que iba a actuar como regente
hasta la mayoría de edad de la princesa Isabel, se enfrentaba a un doble reto:
conservar las prerrogativas del poder absoluto frente al liberalismo y defender los
derechos sucesorios de su hija frente
a Don Carlos.
En un primer momento, la corona buscó apoyos entre los
partidarios de realizar pequeñas reformas dentro del absolutismo. A la vez, la
reina intentó una reconciliación dinástica. En esta línea, el gabinete de Cea Bermúdez
limitó las reformas a las puramente administrativas, y el manifiesto de 4 de octubre
de 1833 prometía la defensa de la religión y las leyes fundamentales del reino, con la
esperanza de atraerse a los carlistas, pero éstos no se avinieron a un entendimiento,
lo que marcó la ruptura definitiva.
1 El régimen del Estatuto Real.
La regente puso en la presidencia del Consejo a Martínez de
la Rosa, cuya principal labor fue la promulgación del Estatuto Real. El
Estatuto no era en realidad una constitución, sino una Carta Otorgada, una concesión de la
Corona. Era poco más que
una regulación de la convocatoria de Cortes Generales, que
tenían un carácter puramente consultivo. Se trataba de unas Cortes
bicamerales, con dos estamentos, el de los Próceres, grandes de España y miembros designados por
la Corona, y el de
Procuradores, elegido mediante un sistema indirecto y
estrictamente censitario en el que apenas podía participar el 0,1 % de la población.
La limitación de la reformas, con la Corona negándose a
aprobar las peticiones de los Procuradores, y la marcha de la guerra carlista,
quebraron la alianza con los liberales. Tras una serie de revueltas ciudadanas, la
Corona se vio forzada a iniciar un proceso de cambio más radical y llamó al gobierno a Álvarez
de Mendizábal, destacado
liberal y hombre de negocios, exiliado en Londres hasta el
momento. Mendizábal intentó una serie de reformas como las leyes de
desamortización del clero regular y la ampliación de la ley electoral que encuentran nuevamente la
oposición de la regente, lo que provocó su sustitución por el moderado Francisco Javier
Istúriz y un acercamiento a Don Carlos.
Nuevos levantamientos ciudadanos forzaron la ruptura
definitiva con el absolutismo y en agosto de 1836 un grupo de milicianos
obligó a la Regente, en la residencia real de La Granja, a firmar la Constitución de
1812. A partir de entonces, la iniciativa del cambio político pasó a manos del
liberalismo.
II.2 La constitución de 1837 y la ruptura liberal.
2.1 La Constitución de 1837.
El resultado inmediato del motín de la Granja fue la
convocatoria de Cortes con el sistema electoral de 1812. Su objetivo inmediato era
reformar la Constitución de Cádiz, pero en la práctica actuaron como Cortes
constituyentes y elaboraron un texto nuevo, más en consonancia con la moderación que había
sufrido el liberalismo, de
modo general, desde sus primeras manifestaciones.
De este modo, la nueva constitución, promulgada en junio de
1837, rompía tanto con el absolutismo como con el liberalismo radical de las
Cortes de Cádiz. Con respecto a esta última, introducía importantes cambios en tres
aspectos: el papel de la Corona, la
estructura de las Cortes y el sistema electoral. En cuanto
al primero de ellos, se reforzaba el poder de la Corona y la soberanía nacional fue
matizada mediante la atribución conjunta de la potestad legislativa al rey y a
las Cortes; En la práctica, significaba inaugurar el principio de la soberanía
compartida; también tenía derecho de
veto absoluto y de disolución de las Cortes.
En el segundo aspecto, es decir, en cuanto a la estructura
de las Cortes, pasaron de una sola cámara, en el texto de Cádiz, a dos cámaras, en
el de 1837; el Senado y el Congreso. Más importantes, si cabe, fueron los cambios en
el sistema electoral, pues se
sustituyó el sufragio masculino indirecto que se fijó en
1812, por un sistema directo censitario, que reservaba el derecho de voto al Congreso a
los mayores contribuyentes.
Además, la Corona tenía la capacidad de designar senadores
entre una terna de candidatos elegidos por cada provincia.
En cambio, en la legislación municipal y socioeconómica, se
mantuvieron las leyes procedentes de Cádiz y del Trienio, lo que suponía
democratizar los ayuntamientos, elegidos por sufragio universal masculino
indirecto. El control de los ayuntamientos pasó a ocupar un papel clave en la lucha
política, por cuanto tenían
importantes atribuciones fiscales, económicas y educativas;
además, controlaban la Milicia Nacional y jugaban un papel fundamental para el
desarrollo efectivo de la crucial de la abolición del régimen señorial a favor de los
derechos consolidados, bien
por los señores, bien por los pueblos.
2.2 La división del liberalismo.
Desde los años del Trienio revolucionario se fue haciendo
patente la división de los liberales en cuestiones clave como el papel de la
corona, la soberanía nacional, el derecho de sufragio y la amplitud de los derechos y
libertades individuales.
Durante el segundo tercio del siglo XIX, las posiciones
diferentes fueron dando lugar a dos formaciones políticas aglutinadas en torno a un
grupo parlamentario, personalidades relevantes y ciertos órganos de prensa.
Estamos ante los incipientes partidos políticos más o menos consolidados a finales de la
década de 1830: el Partido Moderado y el Partido Progresista.
El Partido Moderado defendía un mayor poder de la Corona y
la restricción del sufragio a las clases más acomodadas económicamente; la
defensa de la libertad era, ente todo, defensa de la seguridad y de la propiedad, por
lo que ponían el acento en el
mantenimiento de la autoridad y el orden; mantenimiento del
poder e influencia de la Iglesia.
El Partido Progresista reunía a liberales más moderados que
los radicales de Cádiz, pero con diferencias respecto a los moderados. Por
ejemplo, ponen el énfasis en la soberanía nacional, aunque incluyendo en ella a la
Corona; frente a la insistencia en el
orden de los moderados, los progresistas defienden la
garantía de las libertades individuales; defienden también una extensión del sufragio
a las clases medias y una reducción del poder e influencia de la Iglesia.
Opciones más radicales, como demócratas y republicanos, que
defendían la soberanía nacional plena y el sufragio universal masculino,
quedaron marginadas del pacto constitucional.
2.3 El régimen de 1837 y la crisis de 1840.
El pacto constitucional de 1837 demostró una mayor cohesión
y organización del moderantismo; si a ello se une el apoyo explícito de la
Corona, se explica la mayoría parlamentaria conseguida en las elecciones. Pero a nivel
local, la legislación superviviente de Cádiz hizo que el control de los
ayuntamientos permaneciera en manos
progresistas.
No es de extrañar que al finalizar la guerra carlista, los
moderados dirigieran su ofensiva en esa dirección, con la elaboración de una nueva
ley de ayuntamientos. A partir de este momento, además, las elecciones a diputados
provinciales ya no serían controladas, como hasta entonces, por los ayuntamientos,
sino por los jefes políticos.
Con este ataque al poder local de los progresistas se
anunciaban, por otra parte, nuevos límites a sus otras dos bases: la milicia nacional y la
libertad de prensa.
La fuerte oposición popular y la negativa de Espartero,
héroe de la guerra y verdadero árbitro de la situación, obligaron a María
Cristina, que había sancionado la ley de ayuntamientos a renunciar a la regencia y a salir
camino de Francia (acompañada
por una fortuna tan inmensa como poco clara en su origen) y
no para retirarse de la política, sino para conspirar desde allí con más seguridad.
En octubre de 1840 Espartero asumió de forma
provisional la regencia, confirmada por las
Cortes en mayo de 1841.
II.3 La regencia de Espartero y la revolución traicionada
(1840-43).
El ascenso al poder de Espartero, un personaje de origen
humilde, y la forma revolucionaria de alcanzarlo no significan tanto el triunfo
de la soberanía nacional sobre el poder real, sino más bien el papel creciente del
ejército frente al poder civil.
Durante ese periodo, por una parte, las medidas tomadas,
como la abolición del diezmo, desamortización definitiva de los bienes del clero
secular o el arancel de 1841, intensificaron la división del liberalismo; por otra parte,
el modo personalista de ejercicio del poder acabó aislando a Espartero también de
los progresistas y radicales.
La hostilidad de los moderados se fraguó en círculos
militares y en el entorno parisino de María Cristina. En 1841 una conspiración de
destacados militares y civiles moderados, que asaltaron el palacio real, acabó con el
fusilamiento de los promotores, entre ellos el general Diego de León y la salida al exilio
de destacados mandos militares, como Narváez. Desde París, con la complacencia de la
monarquía francesa, se siguió conspirando con el objetivo de derribar a Espartero del
poder.
La preponderancia clara del poder militar y los métodos
dictatoriales del regente fueron alejándolo también del Partido Progresista y su
núcleo civil, encabezado por Joaquín María López y Salustiano Olózaga, de modo que la
oposición no venía sólo del lado moderado.
En medio de un clima de creciente oposición, los rumores de
que el gobierno estaba en negociaciones con Inglaterra para firmar un
tratado librecambista desencadenaron una insurrección general en Barcelona, donde
se unieron fabricantes y obreros, pequeños comerciantes, artesanos y propietarios.
La respuesta de Espartero fue el bombardeo de la ciudad desde Montjuic. Esa reacción
brutal hizo caer el mito popular de Espartero.
La confluencia de todas esas oposiciones originó la
sublevación general de 1843, en defensa del reconocimiento de Isabel II, la defensa de
la legalidad constitucional y la unión de la familia liberal. En dicha sublevación confluyen
el pronunciamiento militar y
la insurrección popular, con la formación de Juntas locales
y provinciales. La derrota de las tropas gubernamentales frente a las de la insurrección,
dirigidas por Narváez, obligó a Espartero a abandonar el poder y salir camino del exilio
a Inglaterra.
La coalición de progresistas y moderados encargó formar
gobierno al progresista Joaquín María López, bajo cuyo gabinete los moderados
fueron afirmando sus posiciones. A ello contribuyeron dos factores: el control
del ejército, bajo el mando de Narváez, y al apoyo de la Corona.
El temor a una nueva regencia y la incapacidad para ponerse
de acuerdo respecto a la misma, decidió adelantar la mayoría de edad de Isabel,
que juró su cargo en noviembre de 1843. Los moderados iniciaron una política de
obstrucción sistemática a la acción del gobierno progresista. El hecho más grave fue
el incidente Olózaga, la grave y falsa acusación de que el nuevo primer ministro
había forzado físicamente a la reina para firmar el decreto de disolución de las Cortes.
Dicho suceso fue el inicio de un proceso de largas consecuencias que ligaba directa y
excluyentemente a la Corona con el Partido Moderado, lo que significaba que la monarquía no
actuaba como árbitro entre las diversas opciones políticas liberales.
III. LA CONTRARREVOLUCIÓN MODERADA (1844-1854).
III.1 El triunfo de los moderados y el nuevo orden.
En septiembre de 1844 se realizaron unas elecciones de las
que los progresistas se retrajeron en masa, lo que dio una victoria aplastante a
los moderados, que siguieron gobernando con Narváez como presidente y ministro de
Guerra, Martínez de la Rosa en
Estado, Alejandro Mon en Hacienda y Pedro José Pidal en
Gobernación. Frente a la radicalización de las expectativas sociales y políticas
generadas por la dinámica revolucionaria, los moderados invocaron el principio del
orden entendido no sólo como
orden público, sino como legitimación de la autoridad del
Estado sobre la sociedad civil. Entre finales de 1843 y todo 1844, una combinación
de medidas políticas y represivas consolidó el control moderado sobre los resortes
de poder del Estado. La
limitación de la libertad de expresión, la supresión de la
Milicia Nacional y la creación de Guardia Civil fueron mecanismos fundamentales en ese
proceso.
III.2 La Constitución de 1845.
El proyecto moderado se plasmó en una nueva constitución.
Aunque se planteó como una modificación del texto constitucional de 1837, su
espíritu político era muy distinto y dio lugar a una nueva constitución promulgada en
mayo de 1845. El nuevo régimen se definió como monarquía constitucional
liberal-doctrinaria, sustituyendo la noción de la soberanía constituyente, atribuida a la
representación nacional, por la adecuación de todos los poderes a la soberanía constituida,
compartida por el Rey y las Cortes.
Esta nueva constitución desequilibró acusadamente la
relación de poderes a favor del ejecutivo a través del reforzamiento de los
poderes de la Corona, que disfruta de la iniciativa legislativa, la prerrogativa de disolución
de las Cortes y el veto absoluto
sobre sus decisiones. Por el sistema de doble confianza, el
gobierno debía contar con la confianza del rey y de las Cortes. Pero en la práctica la
Corona y a través de ella el gobierno, controló el parlamento.
Las Cortes moderadas fueron concebidas como cámaras de
representación exclusivamente de los ricos y poderosos, tanto de las
viejas como de las nuevas fortunas. La modificación más importante afectaba al
Senado, que estaría formado por un número ilimitado de senadores. Todos los senadores
serían libremente designados
por la Corona, con carácter vitalicio, entre las altas
jerarquías de la Iglesia, el ejército y de la nobleza, y debían poseer una renta anual de más de 30.000 reales. El cargo de diputado era electivo, pero sólo podían ser candidatos los
que asegurasen 1.000 reales
de contribución directa y 12.000 reales anuales de renta.
III.3 La práctica política moderada.
3.1 La corrupción del sistema.
Con todo, el problema no era
solo la nueva ley
electoral, que reducía así el número de electores de
600.000 a menos de 100.000 en todo el país, sino el funcionamiento del sistema que el propio
Alejandro Mon, uno de los artífices del mismo, explicaría más tarde en las Cortes:
“El gobierno de S. M., y más
particularmente el Sr. Ministro de la Gobernación, y a él
pertenece principalmente la cuestión electoral, se encierra en su gabinete, nombra a
cuatro o seis personas (…) amigos políticos particulares suyos; divide las provincias
en cuatro o seis lotes; encarga
a cada uno de ellos la designación de los candidatos, la
correspondencia con los gobernadores; accede a cuantas demandas éstos le hacen;
recibe correspondencia diaria;
sabe cuanto piensan los electores, cuándo respiran, cuándo
se mueven de una parte a otra”. En definitiva, se convertía el parlamentarismo en
una mera farsa, cuya consecuencia más importante era que no dejaba a los
opositores otra alternativa que la
conspiración como medio para alcanzar el poder, como se
pudo ver en la sucesión de pronunciamientos y revueltas que se sucedieron en estos
años.
3.2 El protagonismo del ejército.
Sin embargo, nunca,
contra las ilusiones que se hacían los especialistas en el arte del pronunciamiento,
bastó el mero golpe militar para conquistar el poder. Siempre necesitó para triunfar al
apoyo de unos sectores sociales cuya movilización se buscaba con promesas sistemáticamente
defraudadas. La historia de todas las pretendidas revoluciones de estos años, de
1836 a 1868, es la historia de otros tantos engaños colectivos y de otras tantas
frustraciones de las esperanzas populares. Gracias a esta práctica, sin embargo, los
espadones se convirtieron, desde Narváez a Martínez Campos, en árbitros de una política
española legitimada a posteriori por elecciones falseadas.
3.3 Las tendencias moderadas.
No debe pensarse en el
moderantismo como un partido homogéneo. Su división interna quedó puesta de
relieve en las Cortes de 1844- 45. Frente a un grupo mayoritario encabezado por Narváez y
los ministros de Hacienda y Gobernación –Alejandro Mon y Pedro José Pidal- se fueron
decantando dos grupos de
opinión que representaban diferentes posibilidades de
evolución del régimen: los vilumistas y los puritanos. Los primeros, que reciben el
nombre del marqués de Viluma, formaban el ala más reaccionaria del régimen, defendían la
integración con el carlismo a
través del matrimonio de Isabel II y el heredero de don
Carlos; el retorno a una Carta Otorgada y la reconciliación con la Iglesia mediante la
condena explícita de la desamortización. Los puritanos, liderados por Joaquín F.
Pacheco, se situaron en el extremo opuesto, defendían la permanencia de la
Constitución de 1837, corregida con leyes orgánicas, y se mostraron favorables a integrar a los
progresistas en el sistema.
Aunque la mayoría parlamentaria moderada se situó entre
esos dos polos, en la práctica, fue mucho más valorada la primera opción, próxima al
carlismo, que la segunda, cerca del progresismo.
3.4 La involución del moderantismo. Durante el gobierno
largo de Narváez (1847-1851), las facciones moderadas permanecieron unidas
ante el miedo de que los efectos de las revoluciones de 1848 en Europa –la primavera
de los pueblos- se llegaran a España, pero, una vez conjurado el peligro, las
divisiones se hicieron de nuevo
patentes. En el fondo, lo que venía a ocurrir era que el
elevado grado de corrupción llegaba a lesionar incluso los intereses de los grupos
moderados que no participaban directamente en el poder.
En 1852 Bravo Murillo presentó un proyecto de reforma
constitucional en sentido autoritario en el que se reforzaban tanto las
atribuciones en detrimento del ejecutivo que negaba prácticamente el liberalismo.
La amplia oposición al proyecto provocó la dimisión de
Bravo Murillo y puso en evidencia la incapacidad del moderantismo para lograr
consenso político, lo que provocó mayor inestabilidad gubernamental, contrarrestada
por una práctica creciente
de la represión, aplicada incluso a líderes moderados de
facciones no gubernamentales.
En medio de ese clima represor, los gobiernos iban
acumulando descrédito sobre un sistema en que el ascenso y caída de ministerios respondía
a oscuros manejos de las tres camarillas reales: la de Isabel con su amante de turno, la
de Francisco de Asís y su cortejo frailuno y la de la reina madre y su consorte,
atentos siempre a enriquecerse con sus negocios y especulaciones.
IV. LA CRISIS DEL MODERANTISMO CLÁSICO Y SU
REFORMULACIÓN (1854-1868).
IV.1 La revolución de 1854.
n medio de un clima de
reprobación general hacia la reina madre y hacia el gobierno, se inició la
revolución de 1854. Esta
revolución fue producto de la confluencia de tres
acontecimientos: un pronunciamiento militar moderado encabezado por el general Leopoldo
O´Donnell (la Vicalvarada, junio de 1854) y su proyección a través del Manifiesto de
Manzanares; la actividad
insurreccional de progresistas y demócratas y, en tercer
lugar, la amplia movilización popular, que se concreta en la formación de juntas
revolucionarias locales y provinciales, durante julio de ese año, en ciudades como
Zaragoza, Barcelona, Valencia y Madrid.
La expansión e intensidad del movimiento propició la
formación de una coalición de moderados, progresistas y demócratas, con el
objetivo de encauzar la revolución y doblegar la voluntad de la Corona. De allí
salió un gobierno encabezado por Espartero y con O´Donnell como ministro de Guerra.
IV.2 El bienio progresista (1854-1856).
2.1 Las primeras medidas del nuevo gobierno estuvieron
destinadas a restablecer el orden público, desarmar a las juntas revolucionarias y
despojar al movimiento de sus connotaciones populares y de reivindicación sociales. Con
esta actuación, la coalición gubernamental provocó su aislamiento de las clases
populares, de los demócratas y la división de los progresistas, entre los partidarios de
consolidar la coalición con los moderados y los que proponían un acercamiento a los
demócratas. El resultado fue un régimen inestable, a lo que contribuyó también la
incompatibilidad de Espartero y O´Donnell.
2.2 La constitución “non nata” de 1856.
El cambio de
régimen supuso la recuperación de buena parte de la legislación abolida en
1844 en varios temas, como el sistema electoral, la libertad de imprenta, la Milicia
Nacional y los ayuntamientos.
Incluso las Cortes discutieron un proyecto constitucional
que recuperaba la soberanía nacional, con el legislativo compartido, eso sí, por el rey
y las Cortes, la tolerancia religiosa sólo para el culto privado, lo que provocó
furiosas protestas de los obispos y la
ruptura con el Vaticano. Se reformaba también el Senado y
se regulaban con amplitud los derechos individuales. Propuestas demócratas avanzadas
como la educación primara gratuita no fueron siquiera escuchadas y la del sufragio
universal masculino apenas tuvo votos, lo que nos da medida de la limitación de objetivos
de la nueva mayoría. De todas formas, la Constitución no llegó a aprobarse.
2.3 La legislación económica.
De lo que hicieron esas
Cortes cabe destacar las
medidas de corte económico, que iban a impulsar el
desarrollo capitalista, en cuya necesidad estaban de acuerdo lo liberales de todas las
tendencias.
A esos objetivos respondieron la desamortización general,
llamada de Madoz, ministro que la promovió. Una ley que de modo general
benefició a los grandes propietarios, pero que supuso en muchos casos un despojo de
consecuencias dramáticas para los campesinos. La ley General de Ferrocarriles, que
pretendía acabar con la desarticulación del mercado español, obstáculo que se
consideraba más importante para el desarrollo económico. Otras leyes en este mismo sentido
fueron las de creación de
bancos de emisión y de sociedades de crédito, que habían de
favorecer la movilización de capitales para financiar la construcción de la red
ferroviaria. Estas leyes ampliaron el marco de participación de las diversas élites del país y
del capital extranjero en los
grandes proyectos financieros, de transporte, obras
públicas y explotación de recursos naturales.
2.4 La cuestión social.
La revolución de 1854 supuso la
entrada definitiva de la
llamada cuestión social en el debate político del
liberalismo español. La crisis de subsistencias que había sido uno de los motivos que
movilizaron a los participantes en las revueltas de 1854 no fue remediada y pronto se hizo
evidente la dificultad del nuevo
régimen para controlar una conflictividad social sin
precedentes. El descontento se asociaba a la carestía de la vida, las condiciones de
trabajo y el desempleo. Incidentes luditas –destrucción de fábricas y máquinas-, ocupaciones
de tierras, motines contra el
impopular impuesto de consumos y contra las exportaciones
de trigo ante el ascenso de la demanda europea provocado por la guerra de Crimea y que
provocaron un alza en el precio interior, fueron acompañados de huelgas en diversos
sectores. La expresión más
representativa de los nuevos tiempos fue la huelga general
de Barcelona, en julio de 1855, que marcó un hito fundamental en el desarrollo del
movimiento obrero organizado. A partir de entonces fue evidente la ruptura
definitiva entre dicho movimiento y el progresismo; las reivindicaciones populares
fueron canalizadas por
demócratas y republicanos.
2.5 La crisis del bienio progresista.
Vino provocada en
parte, pero no en todo, por esa incapacidad para resolver la conflictividad social;
influyeron también otros factores,
como la hostilidad de la Corona y de los círculos moderados
y contribuyó a ello también la propia heterogeneidad de la coalición gubernamental, en
la que pugnaban, más que cooperaban, dos proyectos distintos: el de los moderados,
sublevados en Vicálvaro y el de los progresistas. La enemistad entre Espartero y
O´Donnell ejemplifica esa diferencia.
Un enfrentamiento entre el ministro de Guerra, O´Donnell, y
el de Gobernación, Patricio de la Escosura, en torno a la oportunidad de
desarmar o no a la Milicia
Nacional originó la crisis: el apoyo de la corona a
O´Donnell provocó la dimisión de
Espartero y Escosura. O´Donnell, ahora jefe de gobierno
suprimió la milicia, disolvió
las Cortes, destituyó diputaciones y ayuntamientos,
suspendió la desamortización
eclesiástica y reprimió la prensa. A los tres meses de su
presidencia, cuando la faena
estaba hecha y la contrarrevolución había triunfado, la
reina despidió O´Donnell y entregó de nuevo el gobierno a Narváez. Por increíble que
pareciera, se intentaba volver a la situación de 1854 y a un sistema que se había
derrumbado casi sin resistencia.
Pero la realidad del país iba por otros derroteros
diferentes de los que pretendían fijar el gobierno y las cortes. Tras un año en el gobierno,
cayó Narváez como cayeron otros dos más en pocos meses y no por los graves problemas
del país que seguían sin
resolverse, sino los oscuros juegos de intereses que se
libraban en el interior del palacio.
IV.3 La Unión Liberal.
En julio de 1858 O´Donnell volvió a la jefatura de gobierno
de mano de la Unión Liberal. El origen de este partido estuvo en la
disidencia puritana respecto al giro reaccionario de los moderados y en la propuesta de un pacto
monárquico-constitucional
frente a demócratas y republicanos, defendido por Cánovas
del Castillo, al que se unieron algunos progresistas como Manuel Cortina y
militares como Juan Prim.
Con O´Donnell, la Unión Liberal se mantuvo en el gobierno
desde 1858 hasta 1863, el periodo más largo de estabilidad gubernamental de
la primera parte del siglo XIX. En su programa político inicial había un triple
objetivo: primero, aislar al sector más reaccionario del régimen moderado; segundo, ofrecer
vías de participación al
progresismo, evitando así el recurso a la insurrección, y
en tercer lugar, como consecuencia lógica, conseguir la estabilidad del régimen
liberal, en su fórmula censitaria y de monarquía constitucional.
Durante ese “gobierno largo” de la Unión Liberal, tuvo
lugar un ciclo de expansión económica sin precedentes, a lo que contribuyó la
reanudación de las medidas desamortizadoras de Pascual Madoz, la liberación
del mercado de la propiedad y del subsuelo (ley hipotecaria y ley de minas) y la
política estatal de obras públicas,
transportes y comunicaciones, especialmente la intensa
actividad ferroviaria.
Una activa política exterior fue otro de los rasgos del
periodo unionista. En este sentido, España participó en una serie de proyectos en el
exterior que, más allá de los objetivos inmediatos de prestigio, llevaron a intervenir en
distintas zonas sensibles y
que al cabo de dos décadas se convertirían en centros
neurálgicos de la expansión imperialista de la potencias europeas: intervención en
Indochina, recuperación de Santo Domingo, Campaña de Marruecos, intervención en México y
expedición al Golfo de
Guinea.
No obstante los objetivos iniciales, en la práctica, la
Unión Liberal trató de convertirse en un partido único, recurriendo a la
manipulación y corrupción electoral, labor en la que destacó Posada Herrera, el gran muñidor.
Junto a ese ejercicio del poder
personalista y exclusivista, que imposibilitaba la
alternancia, este periodo puso de relieve importantes limitaciones. Entre ellas, la
incapacidad del régimen para afrontar los crecientes problemas sociales, como si sólo se tratara
de una cuestión de orden
público, como se vio en al sublevación campesina de Loja
(1861).
Otros frentes se fueron abriendo, como el resurgimiento del
moderantismo reaccionario, a través del movimiento neocatólico, por un
lado, y el distanciamiento creciente de los progresistas, por otro lado, conscientes
de que el sistema de gobierno sólo les garantizaba una presencia testimonial. En 1863, la
Corona volvió a imponer una
política propia favorable a los neocátólicos. De nuevo, la
monarquía utilizaba el poder en beneficio exclusivo de los moderados.
IV.4 La caída de Isabel II.
Una serie de gobiernos inestables, por las mismas causas
que en periodos anteriores, se suceden desde 1863 abocando al régimen a su
final. La Corona intervino directamente en la política con su apoyo a los moderados,
dejó de ser un poder simbólico y no pudo cumplir su papel de moderación,
arbitraje y consenso entre las
diversas familias liberales. La Corona, además, se fue
convirtiendo en un poder cada vez más autónomo respecto al gobierno y al parlamento. La
situación producida tras la dimisión de Bravo Murillo en 1852 volvió a repetirse tras
la caída de la Unión Liberal.
Desde 1866 aumentaron las manifestaciones de descontento y
se reactivaron las conspiraciones de distinto signo, desde el carlismo a las
de demócratas y republicanos, pasando por los progresistas e incluso unionistas. En
septiembre de 1868 tuvo lugar en
Cádiz un pronunciamiento militar que en pocos días fue
aceptado por otras guarniciones. Comenzaba así un proceso revolucionario de
profunda consecuencias.
V. EL SEXENIO DEMOCRÁTICO (1868-1874).
.
V.1 La revolución de 1868.
La revolución de septiembre de 1868 tuvo varias causas. No
se puede olvidar el trasfondo económico. A partir de 1866 se manifestó una
profunda crisis económica: en primer lugar, crisis agraria; en segundo lugar, una crisis
financiera, con la quiebra de
numerosas empresas crediticias; en tercer lugar, crisis
industrial, debida al parón en la construcción ferroviaria y a las dificultades del sector
textil catalán.
Pero el detonante fue la crisis política de la monarquía de
Isabel II. El descrédito de la monarquía y de sus gobiernos monopolizados por los
moderados, provocó la unión de opositores. En el pacto de Ostende (1866), formado por
progresistas y demócratas –
luego se unieron los unionistas- se pusieron las bases del
acuerdo: el rechazo a la dinastía borbónica y la apertura de un proceso
constituyente basado en la aplicación del sufragio universal masculino.
Inmediatamente después del pronunciamiento militar de
Cádiz, la derrota de las tropas isabelinas en Alcolea provocó la huida de Isabel II
a Francia y el destronamiento de la monarquía borbónica. A la vez que las guarniciones
militares se iban levantando,
numerosas revoluciones locales fueron creando juntas
revolucionarias, en sustitución de
las autoridades del Estado isabelino.
Paralelamente, se formó un gobierno provisional, integrado
por unionistas, progresistas y demócratas y cuyas figuras principales eran
Prim, Serrano, Sagasta y Ruiz Zorrilla. Las primeras medidas daban satisfacción a
las demandas de las juntas para conseguir su disolución. En este sentido, el gobierno
instauró las libertades básicas (de asociación, de expresión, de enseñanza, de culto) y
eliminó el impopular impuesto de consumos. El gobierno se basaba en un acuerdo de
mínimos: elecciones a Cortes constituyentes, por sufragio universal masculino, y las
propias Cortes elegidas
decidirían sobre la forma de Estado, entre monarquía y
república.
V.2 La Constitución de 1869.
En las nuevas Cortes, elegidas en enero de 1869, la
coalición gubernamental obtuvo una mayoría amplia (237 escaños), aunque los
republicanos estaban bien representados con 85 escaños y los carlistas obtuvieron 20
diputados.
Inmediatamente, las Cortes se entregaron a la tarea de
elaborar una nueva Constitución que contenía grandes novedades:
- Un extenso catálogo de derechos y libertades del
ciudadano, en el que se incluyen las libertades básicas, como reunión y expresión;
derechos como la inviolabilidad de la correspondencia y la libertad de
cultos. - Establece la monarquía democrática como forma de
gobierno. Una monarquía con los poderes recortados sensiblemente frente a
constituciones anteriores.
- Se define de forma precisa que el origen democrático del
poder político y se reconoce la división de los tres poderes clásicos. El parlamento
se convirtió en la principal institución, en detrimento de la Corona.
V.3 El reinado de Amadeo I.
Puesto que la forma de Estado definida por dichas Cortes
era la Monarquía democrática, uno de los problemas inmediatos que se planteó
a los hombres del gobierno fue la búsqueda de un monarca. La candidatura
elegida fue la del duque de Aosta, de la casa de Saboya, que fue aprobada por mayoría
en las Cortes en noviembre
de 1870.
La llegada del nuevo rey a España tuvo lugar en medio de
condiciones adversas.
Su candidatura contaba con la oposición de amplios sectores
políticos (carlistas, alfonsinos y republicanos). Además, el desembarco coincidió
con la muerte en atentado
de su principal valedor, el general Prim.
Tras estos precedentes, el reinado de Amadeo fue un intento
fracasado de construir un régimen democrático en la España del siglo
XIX. Amadeo trató de adecuarse a la Constitución, pero, pese a ello, su reinado
se caracterizó por una fuerte inestabilidad y una oposición social al régimen democrático
que la monarquía amadeísta encarnaba. En poco más de dos años se celebraron tres
elecciones y hubo seis gobiernos diferentes.
La explicación de dicha inestabilidad hay que buscarla en
varias causas. En primer lugar, la división de la coalición gubernamental,
entre constitucionalistas, de Sagasta, y los radicales, de Ruiz Zorrilla. En segundo
lugar, la resistencia al régimen democrático de Amadeo, desde diversos frentes que
comprenden tanto a los carlistas, como a los republicanos e incluso al incipiente movimiento
obrero ligado a la AIT.
Finalmente, dos guerras simultáneas –la guerra larga de
Cuba y la guerra carlistaacabaron por debilitar los recursos del Estado y por
bloquear propuestas programáticas importantes como la abolición de las quintas.
V.4 La primera república.
Ante la conjunción de dificultades, Amadeo abdicó en
febrero de 1873. Las Cortes, reunidos Congreso y Senado en única asamblea,
aprobaron la proclamación de la República.
La Primera República española, que no duró siquiera un año,
fue un tiempo de grandes esperanzas y frustraciones. En ese breve tiempo, se
ensayaron diversas formas políticas y sociales, hasta el punto de que se puede hablar
de varios modelos de república.
4.1 La República federal.
En los primeros meses de la
recién proclamada
república, presidida por Estanislao Figueras, predominaron
los políticos radicales del último gobierno de Amadeo, pero la posición política de los
federales se fue reforzando
pronto y obtuvieron un aplastante triunfo en las elecciones
a Cortes constituyentes de abril.
Estas nuevas Cortes proclamaron la República federal,
presidida por Pi i Margall, y una comisión se encargó de elaborar un proyecto
de Constitución. El texto, que no llegó a aprobarse, recogía los derechos y libertades
de la constitución del 69, pero aportaba otras novedades, como el Estado neutro,
frente a la confesionalidad
tradicional.
El mayor de los cambios, sin duda, se introducía en la
organización territorial de España, que quedaba definida como una nación formada por
diecisiete estados, entre los que se incluía Cuba. Esta propuesta de descentralización
política suponía la plasmación
del principio doctrinal del pacto federal entre los
diversos estados, realizado desde arriba, es decir, desde el gobierno.
4.2 El cantonalismo.
El deseo de establecer una república
federal desde abajo
fue fomentado por los diputados intransigentes, que
abandonaron las Cortes en julio y promovieron la creación inmediata de los cantones. Nace así
el movimiento cantonalista, que adquirió gran arraigo en las regiones
mediterráneas, desde Valencia a
Andalucía. En este movimiento cantonal convivían
aspiraciones muy diversas: la propiamente política de organización democrática y popular
del poder, hasta la más directamente social, que concibió los cantones como una
ocasión propicia para llevar a cabo reformas sociales profundas.
Los cantones creados durante el verano de 1873 fueron en su
mayoría disueltos militarmente en pocas semanas, excepto el de Cartagena, que
se mantuvo hasta principios de 1874, protegido por la situación estratégica
y por el apoyo de la flota con sede en el puerto.
La República de orden. La imagen de desorden que ofrecía el
régimen republicano, tanto en el aspecto social como en el territorial,
propició su progresivo desplazamiento hacia posiciones conservadoras y de orden.
Además del problema cantonal y social, la República debía enfrentarse a las dos
guerras heredadas, la cubana y la carlista. Esto reforzó el papel del ejército, mayoritariamente
monárquico, que recuperó protagonismo en la vida política.
Pi i Margall fue sustituido por Nicolás Salmerón, que
autorizó al ejército a combatir el cantonalismo y la actuación de la AIT. Apenas
dos meses después, dimitió por una cuestión de conciencia, al negarse a firmar dos
condenas a muerte que los
militares exigían para restablecer la disciplina en el
ejército. Así, en septiembre de 1873, llegaba el cuarto presidente de la República, Emilio
Castelar, que continuó la tarea de mantener el orden y obtuvo de las Cortes autorización para
establecer medidas
extraordinarias en materia de guerra y la suspensión de las
garantías constitucionales.
4.3 El golpe de Pavía.
A comienzos de enero de 1874 habían
de volver a reunirse las Cortes y Castelar debía rendir cuentas ante
ellas de su gestión durante los meses que estuvieron cerradas. El capitán general de
Madrid, Pavía, había advertido a Castelar que estaba proyectando un golpe de fuerza, en el
caso de que el Congreso le
negase la confianza. Pero Castelar no hizo nada, bien
porque estaba convencido de su victoria, bien porque estaba de acuerdo con el proyecto de
Pavía, como opinaba el embajador francés. Cuando Castelar salió derrotado en la
votación de 3 de enero de
1874, Pavía entró en el Congreso con sus tropas y la
guardia civil y se disolvieron las Cortes.
Un gobierno, presidido por Serrano y dominado por los
políticos de la etapa anterior, como Martos o Sagasta, continuó formalmente el
régimen republicano durante un año, pero la acción de Pavía liquidó la República.
BIBLIOGRAFÍA
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