viernes, 12 de junio de 2020

LITERATURA ROMANTICISMO - guadahumi4


TEXTOS ROMANTICISMO
 I
(…)
Salgo al ameno valle, subo al monte,
sigo del claro río las corrientes,
busco la fresca y deliciosa sombra,
corro por todas partes, y no encuentro
en parte alguna la quietud perdida.
¡Ay, Anfriso, qué escenas a mis ojos,
cansados de llorar, presenta el cielo!
Rodeado de frondosos y altos montes,
se extiende un valle, que de mil delicias
con sabia mano ornó naturaleza.
(…)
Gaspar Melchor de Jovellanos (+1811), Epístola de Jovino a Anfriso desde El Paular.
Quinteto irregular
 II
Noche, lóbrega noche, eterno asilo
del miserable que esquivando el sueño
en tu silencio pavoroso gime,
no desdeñes mi voz: letal beleño
presta a mis sienes, y en tu horror sublime
empapada la ardiente fantasía,
da a mi pincel fatídicos colores
con que el tremendo día
trace al fulgor de vengadora tea,
y el odio irrite de la patria mía,
y escándalo y terror al orbe sea.
¡Día de execración! La destructora
mano del tiempo le arrojó al averno;
mas ¿quién el sempiterno
clamor con que los ecos importuna
la madre España en enlutado arreo
podrá atajar? Junto al sepulcro frío,
al pálido lucir de opaca luna,
entre cipreses lúgubre la veo:
trémula, yerta y desceñido el manto,
los ojos moribundos
al cielo vuelve, que le oculta el llanto;
roto y sin brillo el cetro de dos mundos
yace entre el polvo, y el león guerrero
lanza a sus pies rugido lastimero.
(…)
Juan Nicasio Gallego (+ 1853) Elegía del Dos de Mayo escrita en 1808. Canción: número
indeterminado de estancias y acaba en un fragmento de estancia, con un verso suelto
llamado remate.
 III
¿Qué quieren esas nubes que con furor se agrupan
del aire transparente por la región azul?
¿Qué quieren, cuando el paso de su vacío ocupan,
del cenit suspendido su tenebroso tul?
¿Qué instinto arrastra?¿Qué esencia las mantiene?
¿Con qué secreto impulso por el espacio van?
¿Qué ser, atravesado en ellas, velando viene
sus cóncavas llanuras, que sin lumbrera están?
¡Cuán rápidas se agolpan!¡Cuán ruedan y se ensanchan,
y al firmamento trepan en lóbrego montón,
y el puro azul, alegre del firmamento manchan
sus misteriosos grupos en torva confusión!
Resbalan lentamente por cima de los montes;
avanzan en silencio sobre el rugiente mar;
los huecos oscurecen de entrambos horizontes;
el orbe en las tinieblas bajo ellas va a quedar.
(…)
José Zorrilla (+1893), esta es de 1837, La tempestad. Serventesio
¡Cuán solitaria la nación que un día
poblara inmensa gente!
¡La nación cuyo imperio se extendía
del Ocaso al Oriente!
Lágrimas viertes, infeliz ahora,
soberana del mundo,
¡y nadie de tu faz encantadora
borra el dolor profundo!
Oscuridad y luto tenebroso
en ti vertió la muerte,
y en su furor el déspota sañoso
se complació en tu suerte.
No perdonó lo hermoso, patria mía;
cayó el joven guerrero,
cayó el anciano, y la segur impía
manejó placentero.
So la rabia cayó la virgen pura
del déspota sombrío,
como eclipsa la rosa su hermosura
en el sol del estío.
¡Oh vosotros, del mundo, habitadores!,
contemplad mi tormento:
¿Igualarse podrán ¡ah!, qué dolores
al dolor que yo siento?
Yo desterrado de la patria mía,
de una patria que adoro,
perdida miro su primer valía,
y sus desgracias lloro.
Hijos espurios y el fatal tirano
sus hijos han perdido,
y en campo de dolor su fértil llano
tienen ¡ay!, convertido.
Tendió sus brazos la agitada España,
sus hijos implorando;
sus hijos fueron, mas traidora saña
desbarató su bando.
¿Qué se hicieron tus muros torreados?
¡Oh mi patria querida!
¿Dónde fueron tus héroes esforzados,
tu espada no vencida?
¡Ay!, de tus hijos en la humilde frente
está el rubor grabado:
a sus ojos caídos tristemente
el llanto está agolpado.
Un tiempo España fue: cien héroes fueron
en tiempos de ventura,
y las naciones tímidas la vieron
vistosa en hermosura.
Cual cedro que en el Líbano se ostenta,
su frente se elevaba;
como el trueno a la virgen amedrenta,
su voz las aterraba.
Mas ora, como piedra en el desierto,
yaces desamparada,
y el justo desgraciado vaga incierto
allá en tierra apartada.
Cubren su antigua pompa y poderío
pobre yerba y arena,
y el enemigo que tembló a su brío
burla y goza en su pena.
Vírgenes, destrenzad la cabellera
y dadla al vago viento:
acompañad con arpa lastimera
mi lúgubre lamento.
Desterrados ¡oh Dios!, de nuestros lares,
lloremos duelo tanto:
¿quién calmará ¡oh España!, tus pesares?,
¿quién secará tu llanto?
José de Espronceda (+1842) A la patria escrito en 1829
IV
Cuando a las puertas de la noche umbría
dejando el prado y la floresta amena
la tarde, melancólica y serena,
su misterioso manto recogía,
un macilento sauce se mecía
por dar alivio a su constante pena
y, en voz süave y de suspiros llena,
al son del viento murmurar se oía:
"¡Triste nací!... ¡Mas en el mundo moran
seres felices que el penoso duelo
y el llanto oculto y la tristeza ignoran!"
Dijo, y sus ramas esparció en el suelo.
"¡Dichosos ¡ay! los que en la tierra lloran!"
le contestó un ciprés, mirando al cielo.
José Selgas (+1882) El sauce y el ciprés escrita en 1850
V
En una anchurosa cuadra
del alcázar de Toledo,
cuyas paredes adornan
ricos tapices flamencos,
 al lado de una gran mesa
que cubre de terciopelo
napolitano tapete
con borlones de oro y flecos,
 ante un sillón de respaldo,
que entre bordado arabesco
los timbres de España ostenta
y el águila del Imperio,
 de pie estaba Carlos quinto,
que en España era primero,
con gallardo y noble talle,
con noble y tranquilo aspecto.
 De brocado de oro blanco
viste tabardo tudesco,
de rubias martas orlado,
y desabrochado y suelto,
 dejando ver un justillo
de raso jalde, cubierto
con primorosos bordados
y costosos sobrepuestos,
 y la excelsa y noble insignia
del Toisón de Oro pendiendo
de una preciosa cadena
en la mitad de su pecho.
 Un birrete de velludo
con un blanco airón, sujeto
por un joyel de diamantes
y un antiguo camafeo,
 descubre por ambos lados,
tanta majestad cubriendo,
rubio, cual barba y bigote,
bien atusado el cabello.
 Apoyada en la cadera
la potente diestra ha puesto,
que aprieta dos guantes de ámbar
y un primoroso mosquero.
 Y con la siniestra halaga,
de un mastín muy corpulento,
blanco, y las orejas rubias,
el ancho y carnoso cuello.
 Con el condestable insigne,
apaciguador del reino,
de los pasados disturbios
acaso está discurriendo.
 O del trato que dispone
con el rey de Francia, preso,
o de asuntos de Alemania,
agitada por Lutero,
 cuando un tropel de caballos
oye venir a lo lejos
y ante el alcázar pararse,
quedando todo en silencio.
 En la antecámara suena
rumor impensado luego;
ábrese al fin la mampara
y entra el de Borbón soberbio.
 Con el semblante de azufre
y con los ojos de fuego,
bramando de ira y de rabia
que enfrena mal el respeto,
 y con balbuciente lengua
y con mal borrado ceño,
acusa al de Benavente,
un desagravio pidiendo.
 Del español condestable
latió con orgullo el pecho,
ufano de la entereza
de su esclarecido deudo.
 Y, aunque advertido, procura
disimular cual discreto,
a su noble rostro asoman
la aprobación y el contento.
 El emperador un punto
quedó indeciso y suspenso,
sin saber qué responderle
al francés, de enojo ciego.
 Y aunque en su interior se goza
con el proceder violento
del conde de Benavente,
de altas esperanzas lleno
 por tener tales vasallos,
de noble lealtad modelos,
y con los que el ancho mundo
será a sus glorias estrecho.
 Mucho al de Borbón le debe
y es fuerza satisfacerlo;
le ofrece para calmarlo
un desagravio completo.
 Y llamando a un gentilhombre,
con el semblante severo
manda que el de Benavente
venga a su presencia presto.
Angel de Saavedra. Duque de Rivas (+1865) Un castellano leal romance escrito en 1841
VI
Día veinte y cuatro de diciembre: las once de la mañana serian, cuando envolviéndome en
mi capa salí a olfatear alguna cosa sobre el modo y la manera con que en este gran pueblo
se celebra el nacimiento de su Redentor. Acerqueme (no sin trabajos y repetidos
encontrones de los machos de dos patas que giraban por todos lados con las provisiones de
boca y guerra para las sangrientas refriegas celebradas en tal día) a la Puerta del Sol,
mansión de todos los curiosos y vagabundos. Pareme, pues, a ver venir y a considerar
descansado aquel espectáculo, que a la verdad era divertido; por aquí renegaba un mozo a
quien un par de pavos que traía en la mano le impedían sostener una banasta bien
peltrechada que descansaba sobre sus costillas; por allá se descolgaba una aldeana,
caballera, en su pollizo, soberviamente prevenidas las alforjas de tarros de leche, tortas,
manteca y otras muchas cosas cucas; por aquí rabiaba un chiquillo a quien un mal
intencionado pinchando su rabel había traspasado su corazón; por allí una gran tropa de
muchachos venía atronando las cabezas con los dulces-sones de los tambores, zambombas,
y, chicharras; a mi derecha un gran corro de gente oía los primores de la catarrosa voz de
un ciego que al son de su guitarrillo cantaba el nacimiento del Hijo de Dios; a mi
izquierda... ¿pero cómo pintar los diversos espectáculos que sin cesar se sucedían delante de
mi? Baste decía, que aturdido, y casi sin conocimiento tuve que volver más que a prisa a
encerrarme en mi cobacha para descansar de tanta agitación.
Llegó, pues, la tarde de aquel angustiado día, y aunque cansado de la mañana, no quise
ignorar si había variado la escena, y al efecto, me dirigí otra vez al propio sitio. La misma
gente me indicó que la plazuela de santa Cruz era, digámoslo así, el foco de la reunión, y
antes de cinco minutos me hallaba con toda mi persona en medio de él. ¡Quién será
bastante a pintar las angustias, las pisadas, los trabajos en fin de todas clases, que padecí el
tiempo que estuve en aquel infierno con el nombre de la Cruz! ¿será cierto, decía yo entre
mi, que en un pueblo culto y civilizado se tenga por diversión apiñarse en un círculo tan
estrecho, pudiendo apenas rebullirse? ¿será cierto que otras mugeres que aquellas que hacen
su negocio en las estrecheces, vengan a un sitio donde se desconoce el pudor, y donde la
mezcla confusa de ambos sexos y la libertad que, en tal día se permite espone a la más
recatada a oír y ver palabras y acciones las más groseras e indecentes? Estropeado y sin
fuerzas, salí de aquel Babel, y metiendome en los portales de la plaza creí encontrar algún
descanso, pero sí; el mismo desorden, la misma confusión, el mismo todo en fin,
aumentado si cabe con la gritería de los vendedores de dulces. Volvime, pues, al café de
Lorencini a descansar de una vez y a reflexionar sobre las necedades de los hombres,
cuando héteme que atisvo a mi amigote (ya se acordarán los lectores que hablo de mi
Director) que se hallaba con otros de sus mismas trazas. Llamele, vino a mi con alegría, y
antes que le contara mis cuitas, ya me tenía cogida la palabra de acompañarle por la noche a
hacer colación en una casa de su confianza. Descansamos un gran rato, hablamos algo más
que lo regular, y a eso de las nueve nos pusimos en marcha para nuestro rendez-vous.
Llegamos allá, y contra todas mis esperanzas, me hallé con una sociedad alegre, franca, y
divertida, donde antes de media hora se me trataba con la misma familiaridad que a un
amigo antiguo.
Llegada la hora de cenar y preparadas las mesas empezamos una colación tan reducida, que
bien podría ayunar con ella toda la comunidad de nuestro P. san Basilio sin temor de que
quedase con ganas. Hacia el fin de ella, empezaron los brindis, los versos, y en fin todas
aquellas demostraciones que el patriarca Noé, nos dejó por otro sí de su legado.- Acabose
por último al cabo de tres horas la dichosa operación de cenar, mi amigo y yo deseosos de
completar el día nos dirigimos a la iglesia de san Sebastián, a oír la misa de Gallo, Entramos
en ella al Sanctus, y a tiempo que la música se hallaba tocando rigodones y walses, lo cual
unido a la sobervia disposición de los concurrentes hacía un cuadro tan edificante que sólo
faltaba que uno rompiera el baile para que todos le siguieran. No fue de mi gusto esta
escena, y así supliqué a mi amigo la abandonásemos, a lo cual accedió con la precisa
condición de que correríamos más iglesias.
Con efecto; así lo hicimos, y en todas ellas veíamos repetido el escándalo de la primera;
salíamos a la calle y siempre nos hallábamos con quimeras, borrachos descarados, o mozas
sin pudor, ofreciéndonos aquellos algún palo por desperdicio; los segundos compromisos
continuos, y las terceras otra cosa algo más duradera. Y después de todo lo dicho ¿habrá
alguno que no quiera gozar de los placeres de la Noche-buena.
Ramón de Mesonero Romanos (+1882) Mis ratos perdidos obra escrita en 1820
VII
Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace
tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que no he abandonado mis lares ni un solo
día para quebrantar mi sistema, sin que haya sucedido el arrepentimiento más sincero al
desvanecimiento de mis engañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, del antiguo
ceremonial que en su trato tenían adoptado nuestros padres, me obliga a aceptar a veces
ciertos convites a que parecería el negarse grosería, o por lo menos ridícula afectación de
delicadeza.
Andábame días pasados por esas calles a buscar materiales para mis artículos. Embebido en
mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí mismo riendo como un pobre hombre
de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba
de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor
circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto de
admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía reflexionar que los soliloquios no se
deben hacer en público; y no pocos encontrones que al volver las esquinas di con quien tan
distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no
entran en el número de los cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e
impasibles. En semejante situación de mi espíritu, ¿qué sensación no debería producirme
una horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que por entonces entendí) a un
grandísimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis hombros, que por desgracia no tienen
punto alguno de semejanza con los de Atlante?

No queriendo dar a entender que desconocía este enérgico modo de anunciarse, ni desairar
el agasajo de quien sin duda había creído hacérmele más que mediano, dejándome torcido
para todo el día, traté sólo de volverme por conocer quien fuese tan mi amigo para
tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que cuando está de gracias no se ha
de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que siguió dándome pruebas de
confianza y cariño? Echome las manos a los ojos y sujetándome por detrás:
-¿Quién soy? -gritaba alborozado con el buen éxito de su delicada travesura-. ¿Quién soy?
«Un animal», iba a responderle; pero me acordé de repente de quién podría ser, y
sustituyendo cantidades iguales:
-Braulio eres -le dije.
Al oírme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota la calle y pónenos a entrambos
en escena.
-¡Bien, mi amigo! ¿Pues en qué me has conocido?
-¿Quién pudiera sino tú...?
-¿Has venido ya de tu Vizcaya?
-No, Braulio, no he venido.
-Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres?, es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro de
que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días?
-Te los deseo muy felices.
-Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco y castellano viejo: el
pan pan y el vino vino; por consiguiente exijo de ti que no vayas a dármelos; pero estás
convidado.
-¿A qué?
-A comer conmigo.
-No es posible.
-No hay remedio.
-No puedo -insisto ya temblando.
-¿No puedes?
-Gracias.
-¿Gracias? Vete a paseo; amigo, como soy el duque de F..., ni el conde de P...
¿Quién se resiste a una sorpresa de esta especie? ¿Quién quiere parecer vano?
-Pues si no es eso -me interrumpe-, te espero a las dos; en casa se come a la española;
temprano.
Tengo mucha gente: tendremos al famoso X., que nos improvisará de lo lindo; T. nos
cantará de sobremesa una rondeña con su gracia natural; y por la noche J. cantará y tocará
alguna cosilla.
Esto me consoló algún tanto, y fue preciso ceder: un día malo, dije para mí, cualquiera lo
pasa; en este mundo para conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus
obsequios.
-No faltarás, si no quieres que riñamos.
-No faltaré -dije con voz exánime y ánimo decaído, como el zorro que se revuelve
inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado coger.
-Pues hasta mañana -y me dio un torniscón por despedida.
Vile marchar como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado, y quedeme discurriendo
cómo podían entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas.
Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo
Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de buen
tono, pero no es tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un empleado de los
de segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta; que
tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la sombra de la solapa; que es persona, en
fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manera se oponen a que tuviese una
educación más escogida y modales más suaves e insinuantes. Mas la vanidad le ha
sorprendido por donde ha sorprendido casi siempre a toda o a la mayor parte de nuestra
clase media, y a toda nuestra clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del
extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas la responsabilidades
de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en
lo cual bien pude de tener razón, defiende que no hay educación como la española, en lo
cual bien pudiera no tenerla; a trueque de defender que el cielo de Madrid es purísimo,
defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de todas las mujeres: es un
hombre, en fin, que vive de exclusivas, a quien le sucede poco más o menos lo que a una
parienta mía, que se muere por las jorobas sólo porque tuvo un querido que llevaba una
excrecencia bastante visible sobre entrambos omóplatos.
No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos mutuos, de estas
reticencias urbanas, de esa delicadeza de trato que establece entre los hombres una preciosa
armonía, diciendo sólo lo que debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. Él se
muere «por plantarle una fresca al lucero del alba», como suele decir, y cuando tiene un
resentimiento, se le «espeta a uno cara a cara». Como tiene trocados todos los frenos, dice
de los cumplimientos que ya sabe lo que quiere decir «cumplo» y «miento»; llama a la
urbanidad hipocresía, y a la decencia monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo; el
lenguaje de la finura es para él poco más que griego: cree que toda la crianza está reducida a
decir «Dios guarde a ustedes» al entrar en una sala, y añadir «con permiso de usted» cada
vez que se mueve; a preguntar a cada uno por toda su familia, y a despedirse de todo el
mundo; cosas todas que así se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con franceses.
En conclusión, hombres de estos que no saben levantarse para despedirse sino en
corporación con alguno o algunos otros, que han de dejar humildemente debajo de una
mesa su sombrero, que llaman su «cabeza», y que cuando se hallan en sociedad por
desgracia sin un socorrido bastón, darían cualquier cosa por no tener manos ni brazos,
porque en realidad no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en
una sociedad.
Llegaron las dos, y como yo conocía ya a mi Braulio, no me pareció conveniente acicalarme
demasiado para ir a comer; estoy seguro de que se hubiera picado; no quise, sin embargo,
excusar un frac de color y un pañuelo blanco, cosa indispensable en un día de días en
semejantes casas; vestime sobre todo lo más despacio que me fue posible, como se
reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien pecados más que contar
para ganar tiempo; era citado a las dos, y entré en la sala a las dos y media.
No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la hora de comer
entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no eran de despreciar todos los
empleados de su oficina, con sus señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus
chanclos, y sus perritos; dejome en blanco los necios cumplimientos que se dijeron al
señor de los días; no hablo del inmenso círculo con que guarnecía la sala el concurso de
tantas personas heterogéneas, que hablaron de que el tiempo iba a mudar, y de que en
invierno suele hacer más frío que en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro y nos
hallamos solos los convidados. Desgraciadamente para mí, el señor de X., que debía
divertirnos tanto, gran conocedor de esta clase de convites, había tenido la habilidad de
ponerse malo aquella mañana; el famoso T. se hallaba oportunamente comprometido para
otro convite; y la señorita que tan bien había de cantar y tocar estaba ronca, en tal
disposición que se asombraba ella misma de que se la entendiese una sola palabra, y tenía
un panadizo en un dedo. ¡Cuántas esperanzas desvanecidas!
-Supuesto que estamos los que hemos de comer -exclamó don Braulio-, vamos a la mesa,
querida mía.
-Espera un momento -le contestó su esposa casi al oído-, con tanta visita yo he faltado
algunos momentos de allá dentro y...
-Bien, pero mira que son las cuatro.
-Al instante comeremos.
Las cinco eran cuando nos sentábamos a la mesa.
-Señores -dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas colocaciones-, exijo la
mayor franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos. ¡Ah, Fígaro!, quiero que estés con
toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras íntimas relaciones,
no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea que le manches.
-¿Qué tengo de manchar? -le respondí, mordiéndome los labios.
-No importa, te daré una chaqueta mía; siento que no haya para todos.
-No hay necesidad.
-¡Oh!, sí, sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala; un poco ancha te vendrá.
-Pero, Braulio...
-No hay remedio, no te andes con etiquetas.
Y en esto me quita él mismo el frac, velis nolis, y quedo sepultado en una cumplida
chaqueta rayada, por la cual sólo asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me
permitirían comer probablemente. Dile las gracias: ¡al fin el hombre creía hacerme un
obsequio!
Los días en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa baja, poco más
que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como dice, ¿para qué quieren más? Desde
la tal mesita, y como se sube el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde
llega goteando después de una larga travesía; porque pensar que estas gentes han de tener
una mesa regular, y estar cómodos todos los días del año, es pensar en lo excusado. Ya se
concibe, pues, que la instalación de una gran mesa de convite era un acontecimiento en
aquella casa; así que se había creído capaz de contener catorce personas que éramos en una
mesa donde apenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio
lado, como quien va a arrimar el hombro a la comida, y entablaron los codos de los
convidados íntimas relaciones entre sí con la más fraternal inteligencia del mundo.
Colocáronme por mucha distinción entre un niño de cinco años, encaramado en unas
almohadas que era preciso enderezar a cada momento porque las ladeaba la natural
turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que ocupan en el mundo el
espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados se salía de madre de la única silla en
que se hallaba sentado, digámoslo así, como en la punta de una aguja. Desdobláronse
silenciosamente las servilletas, nuevas a la verdad, porque tampoco eran muebles en uso
para todos los días, y fueron izadas por todos aquellos buenos señores a los ojales de sus
fraques como cuerpos intermedios entre las salsas y las solapas.
-Ustedes harán penitencia, señores -exclamó el anfitrión una vez sentado-; pero hay que
hacerse cargo de que no estamos en Genieys -frase que creyó preciso decir.
Necia afectación es ésta, si es mentira, dije yo para mí; y si verdad, gran torpeza convidar a
los amigos a hacer penitencia.
Desgraciadamente no tardé mucho en conocer que había en aquella expresión más verdad
de la que mi buen Braulio se figuraba. Interminables y de mal gusto fueron los
cumplimientos con que para dar y recibir cada plato nos aburrimos unos a otros.
-Sírvase usted.
-Hágame usted el favor.
-De ninguna manera.
-No lo recibiré.
-Páselo usted a la señora.
-Está bien ahí.
-Perdone usted.
-Gracias.
-Sin etiqueta, señores -exclamó Braulio, y se echó el primero con su propia cuchara.
Sucedió a la sopa un cocido surtido de todas las sabrosas impertinencias de este
engorrosísimo, aunque buen plato; cruza por aquí la carne; por allá la verdura; acá los
garbanzos; allá el jamón; la gallina por derecha; por medio el tocino; por izquierda los
embuchados de Extremadura. Siguiole un plato de ternera mechada, que Dios maldiga, y a
éste otro y otros y otros; mitad traídos de la fonda, que esto basta para que excusemos
hacer su elogio, mitad hechos en casa por la criada de todos los días, por una vizcaína
auxiliar tomada al intento para aquella festividad y por el ama de la casa, que en semejantes
ocasiones debe estar en todo, y por consiguiente suele no estar nada.
-Este plato hay que disimularle -decía ésta de unos pichones-; están un poco quemados.
-Pero, mujer...
-Hombre, me aparté un momento, y ya sabes lo que son las criadas.
-¡Qué lástima que este pavo no haya estado media hora más al fuego! Se puso algo tarde.
-¿No les parece a ustedes que está algo ahumado este estofado?
-¿Qué quieres? Una no puede estar en todo.
-¡Oh, está excelente! -exclamábamos todos dejándonoslo en el plato-. ¡Excelente!
-Este pescado está pasado.
-Pues en el despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababa de llegar. ¡El criado es
tan bruto!
-¿De dónde se ha traído este vino?
-En eso no tienes razón, porque es...
-Es malísimo.
Estos diálogos cortos iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido para
advertirle continuamente a su mujer alguna negligencia, queriendo darnos a entender
entrambos a dos que estaban muy al corriente de todas las fórmulas que en semejantes
casos se reputan finura, y que todas las torpezas eran hijas de los criados, que nunca han de
aprender a servir. Pero estas negligencias se repetían tan a menudo, servían tan poco ya las
miradas, que le fue preciso al marido recurrir a los pellizcos y a los pisotones; y ya la señora,
que a duras penas había podido hacerse superior hasta entonces a las persecuciones de su
esposo, tenía la faz encendida y los ojos llorosos.
-Señora, no se incomode usted por eso -le dijo el que a su lado tenía.
-¡Ah!, les aseguro a ustedes que no vuelvo a hacer estas cosas en casa; ustedes no saben lo
que es esto; otra vez, Braulio, iremos a la fonda y no tendrás...
-Usted, señora mía, hará lo que...
-¡Braulio! ¡Braulio!
Una tormenta espantosa estaba a punto de estallar; empero todos los convidados a porfía
probamos a aplacar aquellas disputas, hijas del deseo de dar a entender la mayor delicadeza,
para lo cual no fue poca parte la manía de Braulio y la expresión concluyente que dirigió de
nuevo a la concurrencia acerca de la inutilidad de los cumplimientos, que así llamaba él a
estar bien servido y al saber comer. ¿Hay nada más ridículo que estas gentes que quieren
pasar por finas en medio de la más crasa ignorancia de los usos sociales; que para
obsequiarle le obligan a usted a comer y beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su
gusto? ¿Por qué habrá gentes que sólo quieren comer con alguna más limpieza los días de
días?
A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de magras
con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el
día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al
lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había roído; el convidado de
enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un
capón, o sea gallo, que esto nunca se supo: fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese
por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las
coyunturas. «Este capón no tiene coyunturas», exclamaba el infeliz sudando y forcejeando,
más como quien cava que como quien trincha. ¡Cosa más rara! En una de las embestidas
resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y el capón, violentamente
despedido, pareció querer tomar su vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el
mantel tranquilamente como pudiera en un palo de un gallinero.
El susto fue general y la alarma llegó a su colmo cuando un surtidor de caldo, impulsado
por el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa: levántase rápidamente a este
punto el trinchador con ánimo de cazar el ave prófuga, y al precipitarse sobre ella, una
botella que tiene a la derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando su posición
perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepeñas sobre el capón y el mantel; corre
el vino, auméntase la algazara, llueve la sal sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la
mesa se ingiere por debajo de él una servilleta, y una eminencia se levanta sobre el teatro de
tantas ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en el plato de su salsa; al pasar sobre
mí hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa desciende, como el rocío
sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi pantalón color de perla; la angustia y el
aturdimiento de la criada no conocen término; retírase atolondrada sin acertar con las
excusas; al volverse tropieza con el criado que traía una docena de platos limpios y una
salvilla con las copas para los vinos generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el
más horroroso estruendo y confusión. «¡Por San Pedro!», exclama dando una voz Braulio
difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al paso que brota fuego el rostro de su
esposa. «Pero sigamos, señores, no ha sido nada», añade volviendo en sí.
¡Oh honradas casas donde un modesto cocido y un principio final constituyen la felicidad
diaria de una familia, huid del tumulto de un convite de día de días! Sólo la costumbre de
comer y servirse bien diariamente puede evitar semejantes destrozos.
¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! ¡Sí las hay para mí, infeliz! Doña Juana, la de los dientes
negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una fineza, que es
indispensable aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir a los ojos de los concurrentes
los huesos disparados de las cerezas; don Leandro me hace probar el manzanilla
exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus
labios grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh
última de las desgracias!, crece el alboroto y la conversación; roncas ya las voces, piden
versos y décimas y no hay más poeta que Fígaro.
-Es preciso.
-Tiene usted que decir algo -claman todos.
-Désele pie forzado; que diga una copla a cada uno.
-Yo le daré el pie: «A don Braulio en este día».
-Señores, ¡por Dios!
-No hay remedio.
-En mi vida he improvisado.
-No se haga usted el chiquito.
-Me marcharé.
-Cerrar la puerta.
-No se sale de aquí sin decir algo.
Y digo versos por fin, y vomito disparates, y los celebran, y crece la bulla y el humo y el
infierno.
A Dios gracias, logro escaparme de aquel nuevo Pandemonio. Por fin, ya respiro el aire
fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios, ya no hay castellanos viejos a mi
alrededor.
-¡Santo Dios, yo te doy gracias, exclamo respirando, como el ciervo que acaba de escaparse
de una docena de perros y que oye ya apenas sus ladridos; para de aquí en adelante no te
pido riquezas, no te pido empleos, no honores; líbrame de los convites caseros y de días de
días; líbrame de estas casas en que es un convite un acontecimiento, en que sólo se pone la
mesa decente para los convidados, en que creen hacer obsequios cuando dan
mortificaciones, en que se hacen finezas, en que se dicen versos, en que hay niños, en que
hay gordos, en que reina, en fin, la brutal franqueza de los castellanos viejos! Quiero que, si
caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un roastbeef, desaparezca del mundo
el beefsteak, se anonaden los timbales de macarrones, no haya pavos en Périgueux, ni
pasteles en Perigord, se sequen los viñedos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo la
deliciosa espuma del champagne.
Concluida mi deprecación mental, corro a mi habitación a despojarme de mi camisa y de mi
pantalón, reflexionando en mi interior que no son unos todos los hombres, puesto que los
de un mismo país, acaso de un mismo entendimiento, no tienen las mismas costumbres, ni
la misma delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vístome y vuelo a olvidar
tan funesto día entre el corto número de gentes que piensan, que viven sujetas al
provechoso yugo de una buena educación libre y desembarazada, y que fingen acaso
estimarse y respetarse mutuamente para no incomodarse, al paso que las otras hacen
ostentación de incomodarse, y se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose tal vez
verdaderamente.
Mariano José de Larra (+1837) El castellano viejo perteneciente a El Pobrecito Hablador,
diciembre de 1832.
VIII
140
Ya que la esperanza para la vida mía
triste y descolorido ha llegado el ocaso,
a mi morada oscura, desmantelada y fría,
tornemos paso a paso,
porque con su alegría no aumente mi amargura
la blanca luz del día. 145
 Contenta el negro nido busca el ave agorera;
bien reposa la fiera en el antro escondido,
en su sepulcro el muerto, el triste en el olvido
y mi alma en su desierto.
…………………………………………………………..
 Un manso río, una vereda estrecha
Un campo solitario y un pinar
Y el viejo puente rústico y sencillo
Completando tan grata soledad.
¿Qué es soledad? Para llenar el mundo
5
basta a veces un solo pensamiento.
Por eso hoy, hartos de belleza, encuentras
el puente, el río y el pinar desiertos.
 No son nube ni flor los que enamoran;
eres tú, corazón, triste o dichoso, 10
ya del dolor y del placer el árbitro,
quien seca el mar y hace habitar el polo.
Rosalía de Castro (+1885) En las orillas del Sar, escrito en 1884

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