TEXTOS ROMANTICISMO
I
(…)
Salgo al ameno valle, subo al monte,
sigo del claro río las corrientes,
busco la fresca y deliciosa sombra,
corro por todas partes, y no encuentro
en parte alguna la quietud perdida.
¡Ay, Anfriso, qué escenas a mis ojos,
cansados de llorar, presenta el cielo!
Rodeado de frondosos y altos montes,
se extiende un valle, que de mil delicias
con sabia mano ornó naturaleza.
(…)
Gaspar Melchor de Jovellanos (+1811), Epístola de Jovino a
Anfriso desde El Paular.
Quinteto irregular
II
Noche, lóbrega noche, eterno asilo
del miserable que esquivando el sueño
en tu silencio pavoroso gime,
no desdeñes mi voz: letal beleño
presta a mis sienes, y en tu horror sublime
empapada la ardiente fantasía,
da a mi pincel fatídicos colores
con que el tremendo día
trace al fulgor de vengadora tea,
y el odio irrite de la patria mía,
y escándalo y terror al orbe sea.
¡Día de execración! La destructora
mano del tiempo le arrojó al averno;
mas ¿quién el sempiterno
clamor con que los ecos importuna
la madre España en enlutado arreo
podrá atajar? Junto al sepulcro frío,
al pálido lucir de opaca luna,
entre cipreses lúgubre la veo:
trémula, yerta y desceñido el manto,
los ojos moribundos
al cielo vuelve, que le oculta el llanto;
roto y sin brillo el cetro de dos mundos
yace entre el polvo, y el león guerrero
lanza a sus pies rugido lastimero.
(…)
Juan Nicasio Gallego (+ 1853) Elegía del Dos de Mayo
escrita en 1808. Canción: número
indeterminado de estancias y acaba en un fragmento de
estancia, con un verso suelto
llamado remate.
III
¿Qué quieren esas nubes que con furor se agrupan
del aire transparente por la región azul?
¿Qué quieren, cuando el paso de su vacío ocupan,
del cenit suspendido su tenebroso tul?
¿Qué instinto arrastra?¿Qué esencia las mantiene?
¿Con qué secreto impulso por el espacio van?
¿Qué ser, atravesado en ellas, velando viene
sus cóncavas llanuras, que sin lumbrera están?
¡Cuán rápidas se agolpan!¡Cuán ruedan y se ensanchan,
y al firmamento trepan en lóbrego montón,
y el puro azul, alegre del firmamento manchan
sus misteriosos grupos en torva confusión!
Resbalan lentamente por cima de los montes;
avanzan en silencio sobre el rugiente mar;
los huecos oscurecen de entrambos horizontes;
el orbe en las tinieblas bajo ellas va a quedar.
(…)
José Zorrilla (+1893), esta es de 1837, La tempestad.
Serventesio
¡Cuán solitaria la nación que un día
poblara inmensa gente!
¡La nación cuyo imperio se extendía
del Ocaso al Oriente!
Lágrimas viertes, infeliz ahora,
soberana del mundo,
¡y nadie de tu faz encantadora
borra el dolor profundo!
Oscuridad y luto tenebroso
en ti vertió la muerte,
y en su furor el déspota sañoso
se complació en tu suerte.
No perdonó lo hermoso, patria mía;
cayó el joven guerrero,
cayó el anciano, y la segur impía
manejó placentero.
So la rabia cayó la virgen pura
del déspota sombrío,
como eclipsa la rosa su hermosura
en el sol del estío.
¡Oh vosotros, del mundo, habitadores!,
contemplad mi tormento:
¿Igualarse podrán ¡ah!, qué dolores
al dolor que yo siento?
Yo desterrado de la patria mía,
de una patria que adoro,
perdida miro su primer valía,
y sus desgracias lloro.
Hijos espurios y el fatal tirano
sus hijos han perdido,
y en campo de dolor su fértil llano
tienen ¡ay!, convertido.
Tendió sus brazos la agitada España,
sus hijos implorando;
sus hijos fueron, mas traidora saña
desbarató su bando.
¿Qué se hicieron tus muros torreados?
¡Oh mi patria querida!
¿Dónde fueron tus héroes esforzados,
tu espada no vencida?
¡Ay!, de tus hijos en la humilde frente
está el rubor grabado:
a sus ojos caídos tristemente
el llanto está agolpado.
Un tiempo España fue: cien héroes fueron
en tiempos de ventura,
y las naciones tímidas la vieron
vistosa en hermosura.
Cual cedro que en el Líbano se ostenta,
su frente se elevaba;
como el trueno a la virgen amedrenta,
su voz las aterraba.
Mas ora, como piedra en el desierto,
yaces desamparada,
y el justo desgraciado vaga incierto
allá en tierra apartada.
Cubren su antigua pompa y poderío
pobre yerba y arena,
y el enemigo que tembló a su brío
burla y goza en su pena.
Vírgenes, destrenzad la cabellera
y dadla al vago viento:
acompañad con arpa lastimera
mi lúgubre lamento.
Desterrados ¡oh Dios!, de nuestros lares,
lloremos duelo tanto:
¿quién calmará ¡oh España!, tus pesares?,
¿quién secará tu llanto?
José de Espronceda (+1842) A la patria escrito en 1829
IV
Cuando a las puertas de la noche umbría
dejando el prado y la floresta amena
la tarde, melancólica y serena,
su misterioso manto recogía,
un macilento sauce se mecía
por dar alivio a su constante pena
y, en voz süave y de suspiros llena,
al son del viento murmurar se oía:
"¡Triste nací!... ¡Mas en el mundo moran
seres felices que el penoso duelo
y el llanto oculto y la tristeza ignoran!"
Dijo, y sus ramas esparció en el suelo.
"¡Dichosos ¡ay! los que en la tierra lloran!"
le contestó un ciprés, mirando al cielo.
José Selgas (+1882) El sauce y el ciprés escrita en 1850
V
En una anchurosa cuadra
del alcázar de Toledo,
cuyas paredes adornan
ricos tapices flamencos,
al lado de una gran
mesa
que cubre de terciopelo
napolitano tapete
con borlones de oro y flecos,
ante un sillón de
respaldo,
que entre bordado arabesco
los timbres de España ostenta
y el águila del Imperio,
de pie estaba Carlos
quinto,
que en España era primero,
con gallardo y noble talle,
con noble y tranquilo aspecto.
De brocado de oro
blanco
viste tabardo tudesco,
de rubias martas orlado,
y desabrochado y suelto,
dejando ver un
justillo
de raso jalde, cubierto
con primorosos bordados
y costosos sobrepuestos,
y la excelsa y noble
insignia
del Toisón de Oro pendiendo
de una preciosa cadena
en la mitad de su pecho.
Un birrete de
velludo
con un blanco airón, sujeto
por un joyel de diamantes
y un antiguo camafeo,
descubre por ambos
lados,
tanta majestad cubriendo,
rubio, cual barba y bigote,
bien atusado el cabello.
Apoyada en la cadera
la potente diestra ha puesto,
que aprieta dos guantes de ámbar
y un primoroso mosquero.
Y con la siniestra
halaga,
de un mastín muy corpulento,
blanco, y las orejas rubias,
el ancho y carnoso cuello.
Con el condestable
insigne,
apaciguador del reino,
de los pasados disturbios
acaso está discurriendo.
O del trato que
dispone
con el rey de Francia, preso,
o de asuntos de Alemania,
agitada por Lutero,
cuando un tropel de
caballos
oye venir a lo lejos
y ante el alcázar pararse,
quedando todo en silencio.
En la antecámara
suena
rumor impensado luego;
ábrese al fin la mampara
y entra el de Borbón soberbio.
Con el semblante de
azufre
y con los ojos de fuego,
bramando de ira y de rabia
que enfrena mal el respeto,
y con balbuciente
lengua
y con mal borrado ceño,
acusa al de Benavente,
un desagravio pidiendo.
Del español
condestable
latió con orgullo el pecho,
ufano de la entereza
de su esclarecido deudo.
Y, aunque advertido,
procura
disimular cual discreto,
a su noble rostro asoman
la aprobación y el contento.
El emperador un
punto
quedó indeciso y suspenso,
sin saber qué responderle
al francés, de enojo ciego.
Y aunque en su
interior se goza
con el proceder violento
del conde de Benavente,
de altas esperanzas lleno
por tener tales
vasallos,
de noble lealtad modelos,
y con los que el ancho mundo
será a sus glorias estrecho.
Mucho al de Borbón
le debe
y es fuerza satisfacerlo;
le ofrece para calmarlo
un desagravio completo.
Y llamando a un
gentilhombre,
con el semblante severo
manda que el de Benavente
venga a su presencia presto.
Angel de Saavedra. Duque de Rivas (+1865) Un castellano
leal romance escrito en 1841
VI
Día veinte y cuatro de diciembre: las once de la mañana
serian, cuando envolviéndome en
mi capa salí a olfatear alguna cosa sobre el modo y la
manera con que en este gran pueblo
se celebra el nacimiento de su Redentor. Acerqueme (no sin
trabajos y repetidos
encontrones de los machos de dos patas que giraban por
todos lados con las provisiones de
boca y guerra para las sangrientas refriegas celebradas en
tal día) a la Puerta del Sol,
mansión de todos los curiosos y vagabundos. Pareme, pues, a
ver venir y a considerar
descansado aquel espectáculo, que a la verdad era
divertido; por aquí renegaba un mozo a
quien un par de pavos que traía en la mano le impedían
sostener una banasta bien
peltrechada que descansaba sobre sus costillas; por allá se
descolgaba una aldeana,
caballera, en su pollizo, soberviamente prevenidas las
alforjas de tarros de leche, tortas,
manteca y otras muchas cosas cucas; por aquí rabiaba un
chiquillo a quien un mal
intencionado pinchando su rabel había traspasado su
corazón; por allí una gran tropa de
muchachos venía atronando las cabezas con los dulces-sones
de los tambores, zambombas,
y, chicharras; a mi derecha un gran corro de gente oía los
primores de la catarrosa voz de
un ciego que al son de su guitarrillo cantaba el nacimiento
del Hijo de Dios; a mi
izquierda... ¿pero cómo pintar los diversos espectáculos
que sin cesar se sucedían delante de
mi? Baste decía, que aturdido, y casi sin conocimiento tuve
que volver más que a prisa a
encerrarme en mi cobacha para descansar de tanta agitación.
Llegó, pues, la tarde de aquel angustiado día, y aunque
cansado de la mañana, no quise
ignorar si había variado la escena, y al efecto, me dirigí
otra vez al propio sitio. La misma
gente me indicó que la plazuela de santa Cruz era,
digámoslo así, el foco de la reunión, y
antes de cinco minutos me hallaba con toda mi persona en
medio de él. ¡Quién será
bastante a pintar las angustias, las pisadas, los trabajos
en fin de todas clases, que padecí el
tiempo que estuve en aquel infierno con el nombre de la
Cruz! ¿será cierto, decía yo entre
mi, que en un pueblo culto y civilizado se tenga por diversión
apiñarse en un círculo tan
estrecho, pudiendo apenas rebullirse? ¿será cierto que
otras mugeres que aquellas que hacen
su negocio en las estrecheces, vengan a un sitio donde se
desconoce el pudor, y donde la
mezcla confusa de ambos sexos y la libertad que, en tal día
se permite espone a la más
recatada a oír y ver palabras y acciones las más groseras e
indecentes? Estropeado y sin
fuerzas, salí de aquel Babel, y metiendome en los portales
de la plaza creí encontrar algún
descanso, pero sí; el mismo desorden, la misma confusión,
el mismo todo en fin,
aumentado si cabe con la gritería de los vendedores de
dulces. Volvime, pues, al café de
Lorencini a descansar de una vez y a reflexionar sobre las
necedades de los hombres,
cuando héteme que atisvo a mi amigote (ya se acordarán los
lectores que hablo de mi
Director) que se hallaba con otros de sus mismas trazas.
Llamele, vino a mi con alegría, y
antes que le contara mis cuitas, ya me tenía cogida la
palabra de acompañarle por la noche a
hacer colación en una casa de su confianza. Descansamos un
gran rato, hablamos algo más
que lo regular, y a eso de las nueve nos pusimos en marcha
para nuestro rendez-vous.
Llegamos allá, y contra todas mis esperanzas, me hallé con
una sociedad alegre, franca, y
divertida, donde antes de media hora se me trataba con la
misma familiaridad que a un
amigo antiguo.
Llegada la hora de cenar y preparadas las mesas empezamos
una colación tan reducida, que
bien podría ayunar con ella toda la comunidad de nuestro P.
san Basilio sin temor de que
quedase con ganas. Hacia el fin de ella, empezaron los
brindis, los versos, y en fin todas
aquellas demostraciones que el patriarca Noé, nos dejó por
otro sí de su legado.- Acabose
por último al cabo de tres horas la dichosa operación de
cenar, mi amigo y yo deseosos de
completar el día nos dirigimos a la iglesia de san
Sebastián, a oír la misa de Gallo, Entramos
en ella al Sanctus, y a tiempo que la música se hallaba tocando
rigodones y walses, lo cual
unido a la sobervia disposición de los concurrentes hacía
un cuadro tan edificante que sólo
faltaba que uno rompiera el baile para que todos le
siguieran. No fue de mi gusto esta
escena, y así supliqué a mi amigo la abandonásemos, a lo
cual accedió con la precisa
condición de que correríamos más iglesias.
Con efecto; así lo hicimos, y en todas ellas veíamos
repetido el escándalo de la primera;
salíamos a la calle y siempre nos hallábamos con quimeras,
borrachos descarados, o mozas
sin pudor, ofreciéndonos aquellos algún palo por
desperdicio; los segundos compromisos
continuos, y las terceras otra cosa algo más duradera. Y
después de todo lo dicho ¿habrá
alguno que no quiera gozar de los placeres de la
Noche-buena.
Ramón de Mesonero Romanos (+1882) Mis ratos perdidos obra
escrita en 1820
VII
Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en
mi manera de vivir tengo hace
tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que no he
abandonado mis lares ni un solo
día para quebrantar mi sistema, sin que haya sucedido el
arrepentimiento más sincero al
desvanecimiento de mis engañadas esperanzas. Un resto, con
todo eso, del antiguo
ceremonial que en su trato tenían adoptado nuestros padres,
me obliga a aceptar a veces
ciertos convites a que parecería el negarse grosería, o por
lo menos ridícula afectación de
delicadeza.
Andábame días pasados por esas calles a buscar materiales
para mis artículos. Embebido en
mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí mismo
riendo como un pobre hombre
de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios;
algún tropezón me recordaba
de cuando en cuando que para andar por el empedrado de
Madrid no es la mejor
circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una
sonrisa maligna, más de un gesto de
admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía
reflexionar que los soliloquios no se
deben hacer en público; y no pocos encontrones que al
volver las esquinas di con quien tan
distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron
conocer que los distraídos no
entran en el número de los cuerpos elásticos, y mucho menos
de los seres gloriosos e
impasibles. En semejante situación de mi espíritu, ¿qué
sensación no debería producirme
una horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que
por entonces entendí) a un
grandísimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis
hombros, que por desgracia no tienen
punto alguno de semejanza con los de Atlante?
No queriendo dar a entender que desconocía este enérgico
modo de anunciarse, ni desairar
el agasajo de quien sin duda había creído hacérmele más que
mediano, dejándome torcido
para todo el día, traté sólo de volverme por conocer quien
fuese tan mi amigo para
tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que
cuando está de gracias no se ha
de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que
siguió dándome pruebas de
confianza y cariño? Echome las manos a los ojos y
sujetándome por detrás:
-¿Quién soy? -gritaba alborozado con el buen éxito de su
delicada travesura-. ¿Quién soy?
«Un animal», iba a responderle; pero me acordé de repente
de quién podría ser, y
sustituyendo cantidades iguales:
-Braulio eres -le dije.
Al oírme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares,
alborota la calle y pónenos a entrambos
en escena.
-¡Bien, mi amigo! ¿Pues en qué me has conocido?
-¿Quién pudiera sino tú...?
-¿Has venido ya de tu Vizcaya?
-No, Braulio, no he venido.
-Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres?, es la pregunta del
español. ¡Cuánto me alegro de
que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días?
-Te los deseo muy felices.
-Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo
soy franco y castellano viejo: el
pan pan y el vino vino; por consiguiente exijo de ti que no
vayas a dármelos; pero estás
convidado.
-¿A qué?
-A comer conmigo.
-No es posible.
-No hay remedio.
-No puedo -insisto ya temblando.
-¿No puedes?
-Gracias.
-¿Gracias? Vete a paseo; amigo, como soy el duque de F...,
ni el conde de P...
¿Quién se resiste a una sorpresa de esta especie? ¿Quién
quiere parecer vano?
-Pues si no es eso -me interrumpe-, te espero a las dos; en
casa se come a la española;
temprano.
Tengo mucha gente: tendremos al famoso X., que nos
improvisará de lo lindo; T. nos
cantará de sobremesa una rondeña con su gracia natural; y
por la noche J. cantará y tocará
alguna cosilla.
Esto me consoló algún tanto, y fue preciso ceder: un día
malo, dije para mí, cualquiera lo
pasa; en este mundo para conservar amigos es preciso tener
el valor de aguantar sus
obsequios.
-No faltarás, si no quieres que riñamos.
-No faltaré -dije con voz exánime y ánimo decaído, como el
zorro que se revuelve
inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado coger.
-Pues hasta mañana -y me dio un torniscón por despedida.
Vile marchar como el labrador ve alejarse la nube de su
sembrado, y quedeme discurriendo
cómo podían entenderse estas amistades tan hostiles y tan
funestas.
Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo
le imagino, que mi amigo
Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama gran
mundo y sociedad de buen
tono, pero no es tampoco un hombre de la clase inferior,
puesto que es un empleado de los
de segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda
cuarenta mil reales de renta; que
tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la sombra
de la solapa; que es persona, en
fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manera se
oponen a que tuviese una
educación más escogida y modales más suaves e insinuantes.
Mas la vanidad le ha
sorprendido por donde ha sorprendido casi siempre a toda o
a la mayor parte de nuestra
clase media, y a toda nuestra clase baja. Es tal su
patriotismo, que dará todas las lindezas del
extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace
adoptar todas la responsabilidades
de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no
hay vinos como los españoles, en
lo cual bien pude de tener razón, defiende que no hay
educación como la española, en lo
cual bien pudiera no tenerla; a trueque de defender que el
cielo de Madrid es purísimo,
defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de
todas las mujeres: es un
hombre, en fin, que vive de exclusivas, a quien le sucede
poco más o menos lo que a una
parienta mía, que se muere por las jorobas sólo porque tuvo
un querido que llevaba una
excrecencia bastante visible sobre entrambos omóplatos.
No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos
respetos mutuos, de estas
reticencias urbanas, de esa delicadeza de trato que
establece entre los hombres una preciosa
armonía, diciendo sólo lo que debe agradar y callando
siempre lo que puede ofender. Él se
muere «por plantarle una fresca al lucero del alba», como
suele decir, y cuando tiene un
resentimiento, se le «espeta a uno cara a cara». Como tiene
trocados todos los frenos, dice
de los cumplimientos que ya sabe lo que quiere decir
«cumplo» y «miento»; llama a la
urbanidad hipocresía, y a la decencia monadas; a toda cosa
buena le aplica un mal apodo; el
lenguaje de la finura es para él poco más que griego: cree
que toda la crianza está reducida a
decir «Dios guarde a ustedes» al entrar en una sala, y
añadir «con permiso de usted» cada
vez que se mueve; a preguntar a cada uno por toda su
familia, y a despedirse de todo el
mundo; cosas todas que así se guardará él de olvidarlas
como de tener pacto con franceses.
En conclusión, hombres de estos que no saben levantarse
para despedirse sino en
corporación con alguno o algunos otros, que han de dejar
humildemente debajo de una
mesa su sombrero, que llaman su «cabeza», y que cuando se
hallan en sociedad por
desgracia sin un socorrido bastón, darían cualquier cosa
por no tener manos ni brazos,
porque en realidad no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se
puede hacer con los brazos en
una sociedad.
Llegaron las dos, y como yo conocía ya a mi Braulio, no me
pareció conveniente acicalarme
demasiado para ir a comer; estoy seguro de que se hubiera
picado; no quise, sin embargo,
excusar un frac de color y un pañuelo blanco, cosa
indispensable en un día de días en
semejantes casas; vestime sobre todo lo más despacio que me
fue posible, como se
reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera
tener cien pecados más que contar
para ganar tiempo; era citado a las dos, y entré en la sala
a las dos y media.
No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que
antes de la hora de comer
entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no
eran de despreciar todos los
empleados de su oficina, con sus señoras y sus niños, y sus
capas, y sus paraguas, y sus
chanclos, y sus perritos; dejome en blanco los necios
cumplimientos que se dijeron al
señor de los días; no hablo del inmenso círculo con que
guarnecía la sala el concurso de
tantas personas heterogéneas, que hablaron de que el tiempo
iba a mudar, y de que en
invierno suele hacer más frío que en verano. Vengamos al
caso: dieron las cuatro y nos
hallamos solos los convidados. Desgraciadamente para mí, el
señor de X., que debía
divertirnos tanto, gran conocedor de esta clase de
convites, había tenido la habilidad de
ponerse malo aquella mañana; el famoso T. se hallaba
oportunamente comprometido para
otro convite; y la señorita que tan bien había de cantar y
tocar estaba ronca, en tal
disposición que se asombraba ella misma de que se la
entendiese una sola palabra, y tenía
un panadizo en un dedo. ¡Cuántas esperanzas desvanecidas!
-Supuesto que estamos los que hemos de comer -exclamó don
Braulio-, vamos a la mesa,
querida mía.
-Espera un momento -le contestó su esposa casi al oído-,
con tanta visita yo he faltado
algunos momentos de allá dentro y...
-Bien, pero mira que son las cuatro.
-Al instante comeremos.
Las cinco eran cuando nos sentábamos a la mesa.
-Señores -dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras
respectivas colocaciones-, exijo la
mayor franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos. ¡Ah,
Fígaro!, quiero que estés con
toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que
saben nuestras íntimas relaciones,
no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea que
le manches.
-¿Qué tengo de manchar? -le respondí, mordiéndome los
labios.
-No importa, te daré una chaqueta mía; siento que no haya
para todos.
-No hay necesidad.
-¡Oh!, sí, sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala; un poco ancha te
vendrá.
-Pero, Braulio...
-No hay remedio, no te andes con etiquetas.
Y en esto me quita él mismo el frac, velis nolis, y quedo
sepultado en una cumplida
chaqueta rayada, por la cual sólo asomaba los pies y la
cabeza, y cuyas mangas no me
permitirían comer probablemente. Dile las gracias: ¡al fin
el hombre creía hacerme un
obsequio!
Los días en que mi amigo no tiene convidados se contenta
con una mesa baja, poco más
que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como dice,
¿para qué quieren más? Desde
la tal mesita, y como se sube el agua del pozo, hace subir
la comida hasta la boca, adonde
llega goteando después de una larga travesía; porque pensar
que estas gentes han de tener
una mesa regular, y estar cómodos todos los días del año,
es pensar en lo excusado. Ya se
concibe, pues, que la instalación de una gran mesa de
convite era un acontecimiento en
aquella casa; así que se había creído capaz de contener
catorce personas que éramos en una
mesa donde apenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos
de sentarnos de medio
lado, como quien va a arrimar el hombro a la comida, y
entablaron los codos de los
convidados íntimas relaciones entre sí con la más fraternal
inteligencia del mundo.
Colocáronme por mucha distinción entre un niño de cinco
años, encaramado en unas
almohadas que era preciso enderezar a cada momento porque
las ladeaba la natural
turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos
hombres que ocupan en el mundo el
espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados
se salía de madre de la única silla en
que se hallaba sentado, digámoslo así, como en la punta de
una aguja. Desdobláronse
silenciosamente las servilletas, nuevas a la verdad, porque
tampoco eran muebles en uso
para todos los días, y fueron izadas por todos aquellos
buenos señores a los ojales de sus
fraques como cuerpos intermedios entre las salsas y las
solapas.
-Ustedes harán penitencia, señores -exclamó el anfitrión
una vez sentado-; pero hay que
hacerse cargo de que no estamos en Genieys -frase que creyó
preciso decir.
Necia afectación es ésta, si es mentira, dije yo para mí; y
si verdad, gran torpeza convidar a
los amigos a hacer penitencia.
Desgraciadamente no tardé mucho en conocer que había en
aquella expresión más verdad
de la que mi buen Braulio se figuraba. Interminables y de
mal gusto fueron los
cumplimientos con que para dar y recibir cada plato nos
aburrimos unos a otros.
-Sírvase usted.
-Hágame usted el favor.
-De ninguna manera.
-No lo recibiré.
-Páselo usted a la señora.
-Está bien ahí.
-Perdone usted.
-Gracias.
-Sin etiqueta, señores -exclamó Braulio, y se echó el
primero con su propia cuchara.
Sucedió a la sopa un cocido surtido de todas las sabrosas
impertinencias de este
engorrosísimo, aunque buen plato; cruza por aquí la carne;
por allá la verdura; acá los
garbanzos; allá el jamón; la gallina por derecha; por medio
el tocino; por izquierda los
embuchados de Extremadura. Siguiole un plato de ternera
mechada, que Dios maldiga, y a
éste otro y otros y otros; mitad traídos de la fonda, que
esto basta para que excusemos
hacer su elogio, mitad hechos en casa por la criada de
todos los días, por una vizcaína
auxiliar tomada al intento para aquella festividad y por el
ama de la casa, que en semejantes
ocasiones debe estar en todo, y por consiguiente suele no
estar nada.
-Este plato hay que disimularle -decía ésta de unos
pichones-; están un poco quemados.
-Pero, mujer...
-Hombre, me aparté un momento, y ya sabes lo que son las
criadas.
-¡Qué lástima que este pavo no haya estado media hora más
al fuego! Se puso algo tarde.
-¿No les parece a ustedes que está algo ahumado este
estofado?
-¿Qué quieres? Una no puede estar en todo.
-¡Oh, está excelente! -exclamábamos todos dejándonoslo en
el plato-. ¡Excelente!
-Este pescado está pasado.
-Pues en el despacho de la diligencia del fresco dijeron
que acababa de llegar. ¡El criado es
tan bruto!
-¿De dónde se ha traído este vino?
-En eso no tienes razón, porque es...
-Es malísimo.
Estos diálogos cortos iban exornados con una infinidad de
miradas furtivas del marido para
advertirle continuamente a su mujer alguna negligencia,
queriendo darnos a entender
entrambos a dos que estaban muy al corriente de todas las
fórmulas que en semejantes
casos se reputan finura, y que todas las torpezas eran
hijas de los criados, que nunca han de
aprender a servir. Pero estas negligencias se repetían tan
a menudo, servían tan poco ya las
miradas, que le fue preciso al marido recurrir a los
pellizcos y a los pisotones; y ya la señora,
que a duras penas había podido hacerse superior hasta
entonces a las persecuciones de su
esposo, tenía la faz encendida y los ojos llorosos.
-Señora, no se incomode usted por eso -le dijo el que a su
lado tenía.
-¡Ah!, les aseguro a ustedes que no vuelvo a hacer estas
cosas en casa; ustedes no saben lo
que es esto; otra vez, Braulio, iremos a la fonda y no
tendrás...
-Usted, señora mía, hará lo que...
-¡Braulio! ¡Braulio!
Una tormenta espantosa estaba a punto de estallar; empero
todos los convidados a porfía
probamos a aplacar aquellas disputas, hijas del deseo de
dar a entender la mayor delicadeza,
para lo cual no fue poca parte la manía de Braulio y la
expresión concluyente que dirigió de
nuevo a la concurrencia acerca de la inutilidad de los
cumplimientos, que así llamaba él a
estar bien servido y al saber comer. ¿Hay nada más ridículo
que estas gentes que quieren
pasar por finas en medio de la más crasa ignorancia de los
usos sociales; que para
obsequiarle le obligan a usted a comer y beber por fuerza,
y no le dejan medio de hacer su
gusto? ¿Por qué habrá gentes que sólo quieren comer con
alguna más limpieza los días de
días?
A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar
las aceitunas a un plato de magras
con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no
volvió a ver claro en todo el
día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la
precaución de ir dejando en el mantel, al
lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves
que había roído; el convidado de
enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado
de hacer la autopsia de un
capón, o sea gallo, que esto nunca se supo: fuese por la
edad avanzada de la víctima, fuese
por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario,
jamás parecieron las
coyunturas. «Este capón no tiene coyunturas», exclamaba el
infeliz sudando y forcejeando,
más como quien cava que como quien trincha. ¡Cosa más rara!
En una de las embestidas
resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama,
y el capón, violentamente
despedido, pareció querer tomar su vuelo como en sus
tiempos más felices, y se posó en el
mantel tranquilamente como pudiera en un palo de un
gallinero.
El susto fue general y la alarma llegó a su colmo cuando un
surtidor de caldo, impulsado
por el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa:
levántase rápidamente a este
punto el trinchador con ánimo de cazar el ave prófuga, y al
precipitarse sobre ella, una
botella que tiene a la derecha, con la que tropieza su
brazo, abandonando su posición
perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepeñas
sobre el capón y el mantel; corre
el vino, auméntase la algazara, llueve la sal sobre el vino
para salvar el mantel; para salvar la
mesa se ingiere por debajo de él una servilleta, y una
eminencia se levanta sobre el teatro de
tantas ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en
el plato de su salsa; al pasar sobre
mí hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de
grasa desciende, como el rocío
sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi pantalón
color de perla; la angustia y el
aturdimiento de la criada no conocen término; retírase
atolondrada sin acertar con las
excusas; al volverse tropieza con el criado que traía una
docena de platos limpios y una
salvilla con las copas para los vinos generosos, y toda
aquella máquina viene al suelo con el
más horroroso estruendo y confusión. «¡Por San Pedro!»,
exclama dando una voz Braulio
difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al
paso que brota fuego el rostro de su
esposa. «Pero sigamos, señores, no ha sido nada», añade
volviendo en sí.
¡Oh honradas casas donde un modesto cocido y un principio
final constituyen la felicidad
diaria de una familia, huid del tumulto de un convite de
día de días! Sólo la costumbre de
comer y servirse bien diariamente puede evitar semejantes
destrozos.
¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! ¡Sí las hay para mí,
infeliz! Doña Juana, la de los dientes
negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio
tenedor una fineza, que es
indispensable aceptar y tragar; el niño se divierte en
despedir a los ojos de los concurrentes
los huesos disparados de las cerezas; don Leandro me hace
probar el manzanilla
exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva
las indelebles señales de sus
labios grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace
cañón de su chimenea; por fin, ¡oh
última de las desgracias!, crece el alboroto y la
conversación; roncas ya las voces, piden
versos y décimas y no hay más poeta que Fígaro.
-Es preciso.
-Tiene usted que decir algo -claman todos.
-Désele pie forzado; que diga una copla a cada uno.
-Yo le daré el pie: «A don Braulio en este día».
-Señores, ¡por Dios!
-No hay remedio.
-En mi vida he improvisado.
-No se haga usted el chiquito.
-Me marcharé.
-Cerrar la puerta.
-No se sale de aquí sin decir algo.
Y digo versos por fin, y vomito disparates, y los celebran,
y crece la bulla y el humo y el
infierno.
A Dios gracias, logro escaparme de aquel nuevo Pandemonio.
Por fin, ya respiro el aire
fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios, ya no
hay castellanos viejos a mi
alrededor.
-¡Santo Dios, yo te doy gracias, exclamo respirando, como
el ciervo que acaba de escaparse
de una docena de perros y que oye ya apenas sus ladridos;
para de aquí en adelante no te
pido riquezas, no te pido empleos, no honores; líbrame de
los convites caseros y de días de
días; líbrame de estas casas en que es un convite un
acontecimiento, en que sólo se pone la
mesa decente para los convidados, en que creen hacer
obsequios cuando dan
mortificaciones, en que se hacen finezas, en que se dicen
versos, en que hay niños, en que
hay gordos, en que reina, en fin, la brutal franqueza de
los castellanos viejos! Quiero que, si
caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un
roastbeef, desaparezca del mundo
el beefsteak, se anonaden los timbales de macarrones, no
haya pavos en Périgueux, ni
pasteles en Perigord, se sequen los viñedos de Burdeos, y
beban, en fin, todos menos yo la
deliciosa espuma del champagne.
Concluida mi deprecación mental, corro a mi habitación a
despojarme de mi camisa y de mi
pantalón, reflexionando en mi interior que no son unos
todos los hombres, puesto que los
de un mismo país, acaso de un mismo entendimiento, no
tienen las mismas costumbres, ni
la misma delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta
manera. Vístome y vuelo a olvidar
tan funesto día entre el corto número de gentes que
piensan, que viven sujetas al
provechoso yugo de una buena educación libre y
desembarazada, y que fingen acaso
estimarse y respetarse mutuamente para no incomodarse, al
paso que las otras hacen
ostentación de incomodarse, y se ofenden y se maltratan,
queriéndose y estimándose tal vez
verdaderamente.
Mariano José de Larra (+1837) El castellano viejo
perteneciente a El Pobrecito Hablador,
diciembre de 1832.
VIII
140
Ya que la esperanza para la vida mía
triste y descolorido ha llegado el ocaso,
a mi morada oscura, desmantelada y fría,
tornemos paso a paso,
porque con su alegría no aumente mi amargura
la blanca luz del día. 145
Contenta el negro
nido busca el ave agorera;
bien reposa la fiera en el antro escondido,
en su sepulcro el muerto, el triste en el olvido
y mi alma en su desierto.
…………………………………………………………..
Un manso río, una
vereda estrecha
Un campo solitario y un pinar
Y el viejo puente rústico y sencillo
Completando tan grata soledad.
¿Qué es soledad? Para llenar el mundo
5
basta a veces un solo pensamiento.
Por eso hoy, hartos de belleza, encuentras
el puente, el río y el pinar desiertos.
No son nube ni flor
los que enamoran;
eres tú, corazón, triste o dichoso, 10
ya del dolor y del placer el árbitro,
quien seca el mar y hace habitar el polo.
Rosalía de Castro (+1885) En las orillas del Sar, escrito
en 1884